He seguido con sumo interés el debate de investidura. Y me he quedado sorprendido de la poca educación de determinados parlamentarios. ¡Vaya ejemplo! ¡Qué forma de hablar, de interrumpir, de gritar cuando quien hablaba no era de su ideología o lo que se decía los importunaba. Y qué descalificaciones tuvo que oir el candidato a la Presidencia. Pablo Casado, últimamente tan comedido, volvió a las andadas, cuando aún no llevaba barba, afirmando que el aspirante a presidente «ha perdido la dignidad», como un jinete a lomos de un caballo que va directo al precipicio, que «trae un gobierno de pesadilla» que será «su epitafio político”, que es «sociópata, mentiroso, presidente fake, falto de dignidad, fatuo, arrogante y patético. que pretende gobernar con comunistas, blanqueadores de batasunos y separatistas». Me llamó la atención que se mostrase más duro incluso que Abascal, quien le anduvo a la zaga tildando la investidura de «clandestina, de traición navideña y emboscada a la Constitución», y al candidato de «personaje sin escrúpulos, político indigno, mentiroso y charlatán, villano de cómic o estafador», además de acusarle de haber cometido «el mayor fraude electoral de la democracia española».

Yo no pido a los partidos de la oposición que acepten las teorías del aspirante a presidente, ni que dejen de criticarlo con dureza. Es su obligación. Únicamente les pediría que lo hicieran hablando con educación, con moderación, sabiendo escuchar en silencio a quien habla aunque no sea de su onda, y teniendo un poco de vergüenza, respeto y dignidad en público, al menos ante las cámaras. Por el bien de España, de la convivencia entre españoles, de nuestros hijos, de nuestros nietos y por el bien del Congreso de los Diputados. Menos mal que Pedro Sánchez no incurrió en nada de esto y tuvo un debate sereno, razonado y educado, aunque contundente en sus respuestas, respetando las normas de la cortesía parlamentaria.