Dice Margarite Yourcenar en su libro-joya Memorias de Adriano que «...cada cual se consagra a sus propios dioses».

Y no tengo por menos que destapar cómo este tiempo de luces --fatuas, pueriles, cándidas y cargadas de superficialidad-- publica los dioses a los que estamos consagrados como un aviso omnipresente.

Valga la expresión «tiempo de luces» como referente de las parafernalias de estos días y de estas noches en que debemos ser felices hasta donde alcance nuestra capacidad para teatralizar.

Y como las noches son infinitamente más sugerentes y nos atrapan mejor que los días me permito cavilar sobre ellas.

Ocurre a veces que las noches nos llenan de vida, de energía, de fuerza. Así se obra el prodigio de que nos acurruquemos dentro de nosotros mismos para comprobar el estado de nuestro laberinto interior. Son noches que nos ayudan a empacharnos de deseos porque sabemos por propia experiencia que estos nos defienden de la muerte y nos atan al tiempo.

También están esas otras noches de cierta nostalgia, en las que se nos despiertan las ganas de transformar en infinito todo lo que amamos. Noches inconmensurables en las que es fácil sentirse atrapado pero a la vez redimido y perdonado porque sabemos en lo más recóndito, -qué palabra más bonita- lo difícil que es vivir.

Hay noches tibias que llenamos de matices seductores porque logramos hacerlas pausadas, íntimas, sosegadas, iluminadas de tal manera que queda lejos el blanco y el negro; noches sin ausencias que nos atrapan en el dolor; noches en las que inocentemente perdemos el cálculo de nuestros sueños no cumplidos porque los reconocemos irrealizables.

Luego, o antes, aparecen las noches singulares que son como una pincelada o como un suspiro. Estas noches nos otorgan el tiempo suficiente para que, en soledad, corroboremos que vivir es un prodigio.

¿Y esas noches engañosas y trileras que nos hacen creer que participamos en un mundo heroico? Quizás porque nos avergüenza nuestra cobardía en mayor o menor medida. Me atrevería a pensar que en estos días fiesteros se hace más patente esa cobardía vergonzosa.

O las noches llenas de monólogos que consumimos sin pena ni gloria dentro de un concierto de palabras, incluso poéticas o filosóficas, que nos indican nuestro modo de afrontar la vida y la muerte.

Descubramos las noches que hacemos peculiares. Esas noches maravillosas por el frío en la cara y en los pies, por la oscuridad, por el deambular despacio percibiendo las irregularidades de nuestros pasos. Porque vamos conquistando el silencio que nos protege, por esa quietud que nos escolta con fidelidad. Noches confiadas en las que las tinieblas son garantía de tranquilidad y firmeza porque el mundo duerme descuidado mientras los sentidos se hacen soberanos y nos conocemos mejor, nos queremos mejor y somos más felices. Noches abiertamente liberadoras y rebosantes de música.

Hay más noches, lógicamente, pero allá cada cual con las suyas para elegir y disfrutar.

Aquí les deseo muchas y felices noches.

Porque, sea como sea la noche, luego siempre llega la aurora.

* Docente jubilada