Rajoy colgó el teléfono y vio con claridad descarnada que iba a ser derribado por Sánchez. El presidente del PNV, Andoni Ortuzar, le acababa de informar de que los nacionalistas vascos iban a apoyar la moción de censura socialista. Era el 31 de mayo del 2018. El día siguiente, Rajoy era defenestrado. Mucho antes, González comprendió el 22 de junio de 1995 que no agotaría su cuarto mandato. «CiU da por acabado su apoyo global al Gobierno», decía la portada de El País. González no pudo aprobar los Presupuestos de 1996, adelantó las elecciones y fue desalojado de la Moncloa por Aznar. El líder del PP ascendía apoyado por los nacionalistas catalanes y vascos. Quitar y poner gobiernos. Obtener a cambio competencias, recursos e inversiones. Estos fueron siempre los grandes poderes de los nacionalismos periféricos en la arquitectura política y económica de España desde la Transición. El PNV, por quien el nacionalismo catalán siempre ha sentido una fascinación no exenta de complejos, ha sobresalido en el ejercicio de ese poder. Sobresalido en función del rendimiento. Supo sobreponerse y corregir el rumbo con rapidez tras la frustrada aventura soberanista de Ibarretxe. El nacionalismo catalán de centroderecha, en cambio, sigue extraviado desde que Mas decidió cambiarlo de vía. La factura de la apuesta de Mas es descomunal para Cataluña, para España y para la expresión política de lo que un día fue CDC.

*Periodista