Nos enseñó Ramón Gómez de la Serna que las palabras son peces que pasan en hilera y no necesitan agua sino papel. La Real Academia Española procura que en la piscifactoría nunca falten ejemplares y, tras recoger las redes, ha puesto fin a la pesca abriendo las puertas del diccionario a ochenta nuevos vocablos. Pese a sus discutibles méritos, «zasca», «brioche», «arboricidio» o «besapié» han alcanzado la gloria léxica, y ya comparten páginas con otras voces de mayor lustre.

Uno se imagina los sótanos de la Academia de la Lengua repletos de anaqueles donde dormitan las palabras menos agraciadas, a la espera de que los académicos se apiaden de ellas y las eleven al ansiado papel. En una comparación políticamente incorrecta, la admisión de una palabra en el diccionario evoca al bautismo, a una puesta de largo o la alternativa de un torero. La Real Academia no impone las palabras, sino que acoge en su diccionario lo que el pueblo dice, aunque con algunas excepciones. Desde hace años, la humilde «cocreta» reivindica sin éxito el ascenso apelando a su indudable arraigo entre los hispanohablantes. Hasta la llegada de los móviles, «gabina» aún albergaba la esperanza de ser la acompañante del «teléfono», y «obeja» y «obispa» pugnan por desbancar a los impostores insectos de aguijón punzante. Pero también hay palabras que vieron oscurecer su brillo y, pese a conocer un día la fama, hoy pasean vergonzosas tras ser desterradas al cementerio de las palabras olvidadas. ¿Quién se acuerda ya de «cocadriz» , «rebatoso» o «camasquince» ? Por falta de uso cerca de tres mil palabras han sido expulsadas del diccionario en el último siglo. Al conocer la noticia, «español», «caballerosidad» y «por favor» se han echado a temblar.

Los académicos de la RAE, lejos de permanecer absortos con lecturas decimonónicas, demuestran un indudable conocimiento del azaroso panorama patrio, y han sido sensibles a las necesidades idiomáticas del momento. Así, han avalado el uso de «casoplón» para evitar que el vicepresidente (¡ay!) Pablo Iglesias se refiera a su mansión de Galapagar como finca de dos mil metros cuadrados, con jardín, piscina, chimenea, suelo radiante y casa de invitados; o «centrocampismo», término prematuramente devaluado tras la dimisión de Albert Rivera. «Bordería» facilita la descripción del carácter habitual del ahora dormilón presidente del Gobierno, y «carajal» se ajusta como un guante a la situación que se nos avecina.

Menos gracia le ha hecho al tragaldabas de mi amigo Celestino conocer que «brunch» se define como una comida que se hace en sustitución del desayuno y la comida, él que siempre lo tomaba entre el chocolate con churros de la mañana y una olla de manitas de cerdo al mediodía. La cuota reservada a la cursilería se ha cubierto con «cumplemés», para regocijo de quienes se refieren a su primer año de casados como boda de papel; «capillita» oficializa la etnia engominada que resurge por primavera ataviada con pantalones de pinza y desvaídas americanas al son de una marcha procesional; y con «beatlemanía» se sienta un peligroso precedente para reconocer en el futuro la «rosalíamanía».

Tanto trabajo ha llevado a los académicos a incurrir en una redundancia, al reconocer dos términos sinónimos: «antitaurino» y «sieso». Me quedo sin palabras.

* Abogado