Nos hemos acostumbrado pero no es normal: que la discrepancia, por pequeña que sea, nos convierta en enemigos irreconciliables. Que mi opinión sea diferente a la tuya no me transforma en un alienígena. No somos lo que pensamos o, para ser más exactos, lo que pensamos no es más que una parte de lo que somos. Pero nos hemos acostumbrado: alguien afirma algo con la que no estamos de acuerdo o que se parece, nos recuerda, el discurso que consideramos peligroso y automáticamente lo asimilamos a un extremo ideológico con el que no tiene nada que ver. Que hacer cualquier crítica al independentismo te valga el apelativo de unionista, que criticar a no independentistas te convierta en un separatista sospechoso, que analizar la izquierda y someterla a juicio ciudadano te transforme en la extrema derecha, que encararte con la extrema derecha te valga ser parte de la «dictadura progre».

Es decir: estamos en tiempos de polarizaciones radicales y cualquiera que se empecine en matizar, abordar la realidad con la complejidad que la define, tiene todos los números de acabar en tierra de nadie, expulsado de todas partes y relegado a la condición de traidor. Ya no es importante discutir, debatir, intercambiar ideas o intentar convencer al que piensa de otra forma. El pensamiento no se concibe más que en clave de pertenencia sin concesiones. A día de hoy lo más importante es SER. Así, en mayúsculas. Y atrincherados en nuestras respectivas identidades es difícil sacar la cabeza para escuchar lo que dice el otro, también metido en su agujero.

Con esto no quiero decir que haya que ser tolerantes con los intolerantes, con los radicales de verdad, con las opciones que van contra principios democráticos fundamentales. La extrema derecha tendría que ser mediáticamente y políticamente segregada. Lo que no acabo de entender es la necesidad de polarizar aún más los debates, que haya personas que sean más beligerantes con los discrepantes matizados (los del sí pero no y tantos peros como haga falta) que con los que están realmente en las antípodas de su propia posición.

Y esta beligerancia comporta una vigilancia permanente sobre quienes no quieren ser asimilados por un bando u otro y prefieren mantenerse fieles a la independencia de pensamiento. No creo que sea una actitud muy democrática atacar a los grises, los entremedios, los que no quieren simplificar las cosas, los impuros y los mezclados, los mestizos o los que se niegan a definirse. No podemos permitir que los debates políticos se conviertan en el anuncio de refresco: «¿Y tú de quién eres?». Si seguimos por este camino al final todo el mundo tendrá muy claro lo que es pero ya no recordará lo que en realidad piensa. Que la identidad no sepulte las ideas.

* Escritora