Siempre me había gustado ver a dos hombres abrazándose, o a dos mujeres. Hasta que vi el abrazo entre Pablo y Pedro como dicen ellos ahora (qué frivolidad pensar que el colegueo y los vaqueros son de izquierdas y la formalidad y la elegancia de derechas, qué frivolidad pensar que las formas no importan cuando a menudo son lo único que tenemos).

Y qué espectáculo ver a los dos machotes (seis meses de impotencia y luego un pacto precoz, no, señores, no) firmando bajo la adoradora y protectora mirada de las dos mujeres, Adriana Lastra e Irene Montero. Ni siquiera yo, por pudor, miro así a mis hijos en público. (Algún día tendremos por fin a una mujer presidenta en este país, pero me parece que no será de izquierdas, pero será igualmente una grandiosa noticia).

De todos los gestos de acercamiento entre las personas, el apretón de manos, el beso en la mejilla, los dos besos en la mejilla, el asentimiento, la reverencia, el besamanos, el abrazo era el que más me gustaba. Sobre todo el abrazo entre dos hombres.

Las mujeres entre nosotras somos siempre más físicas, nos abrazamos y besamos de forma espontánea, para consolar y demostrar apoyo y afecto. «Si quieres que venga a acurrucarte, llámame, ¿eh?», me dice siempre mi amiga Anna cuando me ve desanimada. En realidad lo que quiere decir es si quiero que venga a charlar, a abrir una botella de vino, a prepararme la cena, a mimarme.

Entre los hombres no es tan sencillo, los hombres (no todos, claro, afortunadamente) temen mucho más que nosotras el contacto físico con personas de su mismo sexo, como si mostrarse cariñoso con otro hombre pudiese poner en duda su heterosexualidad, no ante los demás (la realidad es que a la mayoría de nosotros nos importa un pito la vida sexual de los otros siempre que sea de mutuo acuerdo) sino ante sí mismos.

Afecto y complicidad

Mi hijo mayor al llegar a la adolescencia tuvo que dejar de dar dos besos a algunos de mis amigos (listos, intelectuales, cultos, tontos) porque les escandalizaba y les incomodaba, pobres. Me gustaban los abrazos entre hombres, me parecían auténticos y francos, viriles y valientes, una señal de verdadero afecto y de complicidad. Sí, la virilidad me parece una cualidad, como la feminidad. Ninguna de las dos funciona cuando es impostada, ninguna depende de los complementos (ni de unos tacones de 12 centímetros, ni de una melena larga o de una boca maquillada, tampoco de un modo de expresión más o menos chulesco, ni de que te gusten el boxeo o los toros), en realidad son atributos mucho más profundos e inexplicables.

Sí, me gustaban los hombres que se abrazaban. Hasta que vi a P&P. Hasta esto me han tenido que estropear.

* Escritora