Quién se acordará de nosotros cuando nos hayamos muerto, y si alguien lo hace cómo nos recordará -porque a veces, con tanto revisionismo de reputaciones, memorias y calles, mejor que no lo hagan-. Son elucubraciones metafísicas a las que es difícil sustraerse en estos días con horizonte de cementerio en que los vivos caemos en que llevamos un difunto encima. La posteridad es lo que tiene, que está llena de sorpresas ajenas al finado. Sobre todo la posteridad literaria, cuyo oleaje se traga famas consagradas para, en el mejor de los casos, devolverlas a la superficie siglos después del naufragio. Por eso resulta admirable un caso tan insólito como el del pontanés Juan Campos Reina, aquel dandy de las letras andaluzas, uno de los mejores prosistas que dio el siglo XX en España, fallecido en Málaga hace justo una década, que se cumplió el pasado 27 de octubre. Diez años después de quedar vencido a los 63 por la larga enfermedad que mucho antes lo había apartado de la inspección de trabajo que tenía por profesión, la escritura elegante y exquisita de Campos Reina, como lo era él mismo, vuelve a las librerías, quizá también a sus periferias virtuales, de la mano de Penguin Randon House, que para conmemorar el aniversario ha editado un estuche con tres de sus obras.

Bajo el sello DeBolsillo y el epígrafe genérico de Parques cerrados, tomado del título de su primer poema, se incluye un tomo con su poesía completa -la faceta menos conocida de un autor considerado de culto- y el diario que anotó mientras escribía Un desierto de seda (1990), El bastón del diablo (1996) y La góndola negra (2003), la Trilogía del Renacimiento que lo consagró. Junto a este material en su mayoría inédito, que permite conocer a un Campos Reina más lírico si cabe, y desde luego más íntimo, se ha reeditado De Camus a Kioto, un ensayo «total», publicado un año después de su muerte por Siruela, en el que deja huella de sus muchos conocimientos e inquietudes, abundantes también en un hombre con la sensibilidad a flor de piel.

No es la primera vez que la editorial, con la ayuda y el empuje de la mujer y los cuatro hijos del escritor, publica póstumamente obra suya; en 2011 vio la luz Dulces tormentos, una compilación que rescataba sus textos menos divulgados, relatos y ensayos. Los volúmenes, presentados como una celebración de la más alta literatura y un homenaje, se completaban con un tercero que era Santepar (1988), su primera novela, la que con 42 años le hizo entrar por la puerta grande en la literatura. Se ganó con ello la admiración de una crítica deslumbrada aunque no tanto el favor del gran público, inclinado a lecturas fáciles de usar y olvidar. Y es que ya está dicho que Campos Reina es novelista de culto, es decir, muy reputado pero poco leído, lo que hace aún más meritoria esta indagación en su obra, que ofrece una nueva oportunidad de conocerla.

Y de paso al mismo autor, que con su labia caballerosa, su melena gris al viento y su refinado saber estar hizo de sí mismo uno más de sus tipos novelescos, tan potente que a veces ensombrecía la propia obra. Gastby crepuscular de sonrisa triste, barroco y decadente como sus personajes, era un cordobés de fina estampa y gentilezas pasadas de moda que desde los azules costeros añoraba el mar de olivos del cortijo familiar de Puente Genil. Aquel escenario de anchos paisajes verdes con aroma a limones luneros, que él exprimía litúrgicamente para refrescar a las visitas, le sirvió de inspiración para construir la saga de los Marugán, habitante de su Trilogía del Renacimiento. Un particular mundo gatopardiano con esencias andaluzas que ha sobrevivido a su creador.