Comer ya no es lo que era. El simple acto de saciar el hambre se ha convertido en un proceso complicadísimo lleno de trampas, cantidades ingentes de información y miles de contradicciones. ¿Quién puede permitirse, hoy en día, sentarse tranquilamente ante un plato y disfrutarlo sin que le pasen por la cabeza todas las ideas relacionas con la alimentación que ha recibido en las últimas décadas? Comer sin pensar es un auténtico lujo. E incluso si consigues quitarte de encima todo tu saber dietético para concentrarte en el gusto y el placer, no faltará quien se empeñe en aguarte la fiesta con comentarios de dietista nazi. Confieso que no soporto que me hablen de calorías, grasas y carbohidratos cuando estoy comiendo. Como si en plena actividad sexual te viniera alguien a recordarte la bioquímica de la atracción, las hormonas de la excitación y las fases del orgasmo. ¿A que no pone? Pues que no te puedas comer cualquier plato que no sea verdura hervida sin el típico comentario advirtiéndote de los peligros de lo que te estás llevando a la boca también amarga el momento. Y si no te lo amargan a ti, se lo amargan a sí mismos, pero la cuestión es no callar.

No es nada fácil desprenderte de todo lo que sabes sobre nutrición. Empezaron con las pirámides y la composición de los alimentos en el colegio. Durante siglos eran madres y abuelas las que transmitían una compleja cultura gastronómica que servía para nutrir los cuerpos pero también para inscribirnos en una tradición, un conjunto de signos que forman un sistema de comunicación. En la educación alimentaria que recibimos, esta otra parte simbólica y cultural de la comida queda completamente fuera de la ecuación. Por eso empezamos a familiarizarnos con productos raros, de nombres impronunciables. Ahora ya parece que los hayamos consumido toda la vida, pero ni el kiwi ni la chirimoya, por ejemplo, formaban parte de la tradición. Casi siempre que se introduce un alimento nuevo es porque se le atribuyen propiedades excepcionales, más aún después del invento de los superalimentos.

Sus últimos reportajes, Gloria Serra nos contaba que para producir un quilo de aguacate hace falta 800 litros de agua. Sí, amigos millenials ecoveganos, esa es la verdad que no queréis oír. Que para desayunar vuestros púdines de chía supersaciantes y supersanos y que queden tan bien en la foto con cuatro arándanos encima, alguien os la tiene que traer del otro lado del mundo. Que para zamparos satisfechos una quinoa sin el gluten que toleráis perfectamente pero evitáis por las mil tonterías que habéis leído, la población que la consumía de forma tradicional ha visto cómo aumentaba su precio por vuestra demanda esnob. Porque claro, un potaje de garbanzos no es sexi, ¿no?.

* Escritora