Rosa María Almirón Otero murió el 18 de septiembre, en un accidente de su avión Tamiz, de la Academia General del Aire. Tenía 20 años y era alférez. Siempre que muere un piloto en acto de servicio pienso en la enorme cadena de privaciones que ha sufrido para llegar al preciso instante de su muerte, de cómo ha tejido ese destino por pura fuerza de voluntad. Pienso en el antiguo cuento: un sirviente pide a un mercader un caballo para huir a Samarra, pues ha visto a la muerte hacerle un gesto en el mercado de Bagdad. Cuando el mercader pregunta a la muerte por el gesto, ella dice que era sorpresa por verlo allí, pues lo esperaba esa noche en Samarra. El destino. No creo en un destino escrito en las estrellas, pero sí en uno escrito en la sangre, el talento y la voluntad. Creo, así, en el destino de Plutarco: «El destino dirige a quien lo sigue y arrastra a quien se le resiste».

Pienso en la alférez Almirón decidiendo y confirmando, profundamente adolescente, que quería ser piloto --no pudiendo ser ya otra cosa--. Pienso en la dureza del ingreso en la academia, en lo excelente de la elección, en la valía personal y la disciplina heladora que requiere una decisión así, en un cuerpo de poco más de quince años. Pienso en las reacciones, en el deseo íntimo de la mayoría de su fracaso, en la preocupación de su familia, en su seguridad y orgullo anunciando una vocación --un destino--, que como todas las grandes vocaciones lleva de la mano, mientras no se culmina, la burla y el ridículo y la condescendencia de los demás (que correrán luego a adular y rendirse a los pies).

Pienso en ella asimilando las matemáticas del examen de ingreso, corriendo y saltando y haciendo flexiones hasta poner su cuerpo a su servicio. Pienso en ella al ser promovida a alférez, al desear los mandos de un Tamiz, y luego de un Mirlo, y tal vez no contemplando más que ser constantemente la mejor para ser teniente al final, sí, pero en un caza y no en un avión de transporte. Pienso en lo que le ha costado estar en ese momento exacto, dubia cunctis ultima multis, en el que ni los talentos combinados de ella y un instructor veterano pueden hacer nada contra el fallo de la máquina. Una máquina, por cierto, en la que ellos, y el resto de oficiales, se suben conociendo cosas que nosotros no, por la cada vez más estrafalaria costumbre, ya ven, de cumplir con el deber.

Uno es lo que es cuando cumple con su deber. Fuera de eso no es absolutamente nada. Y deber es lo que cada uno se impone. Da igual que sea componer, volar, diseñar, enseñar, escribir o investigar la cura del cáncer. Se conocerán las demasiadas tazas de café, y tal vez el demasiado tabaco, y la erosión implacable de la cobardía, y las cicatrices de remordimiento y duda y el espejo devolviendo las ojeras convertidas en curtidas y sucias escamas de lagarto. Ojalá la alférez disfrutara un instante (ojalá interminable) de saber que había conquistado un territorio deseado por muchos, y que será recordada por ello.

* Abogado