Llegué a casa después de una larga mañana de clases, comí y me senté a ver un poco la televisión. Me aburría. Encendí el ordenador para ver unos videos sobre el cerebro y la neurociencia y terminé la tarde medio sollozando y derrumbado a todo lo largo del sofá. Un prólogo en primera persona con la mirada fija en el objetivo de la cámara consiguió atraparme y luego ya no pude alejar mi atención de la pantalla: «¿Y si les dijera que hay algo que pueden hacer y que tendría un beneficio inmediato para su cerebro, incluyendo su estado de ánimo y su concentración? ¿Y si les dijera que esa misma actividad podría proteger su cerebro de enfermedades como la depresión, el Alzheimer o la demencia? ¿Lo harían?».

Las palabras son de Wendy Suzuki, graduada por Berkeley, profesora de Psicología y Neurociencia de la Universidad de Nueva York, y divulgadora de éxito con su libro Cerebro activo, vida feliz. En su obra, esta investigadora que ha dedicado su vida al estudio de la mente, explica los efectos que el ejercicio físico y una buena alimentación tienen sobre el funcionamiento del cerebro y ofrece consejos útiles para mantener un cerebro saludable y feliz.

Pero, según la Dra. Suzuki, hay algo más que actividad física y buena alimentación. Están las relaciones personales. Está el afecto. Las demostraciones de cariño. El estrechar unas manos. Los abrazos intensos. Un beso. Y también están las simples palabras. La palabra desnuda. En una emocionante entrevista, Wendy Suzuki usa un ejemplo absolutamente personal para mostrar el valor de la palabra y sus formidables efectos directos sobre la neurofisiología del cerebro. Como delata su apellido, Wendy es de padres japoneses, y ya sabemos lo difícil que resulta para los orientales besarse, abrazarse o simplemente expresar con palabras sus sentimientos y emociones. De hecho, reconoce que jamás en su vida había dicho «te quiero» a nadie de su familia, ni siquiera a sus padres, ni tampoco se lo escuchó decir a ellos.

Un día, durante una de sus frecuentes llamadas a casa para saber de su padre, enfermo de Alzheimer, y solo después de haberse armado de valor para superar los prejuicios culturales, propone a su madre que a partir de ahora se dirán «te quiero» al despedirse. Tras un largo silencio, su madre está de acuerdo. Y su padre también accede. Los «te quiero» se fueron haciendo familiares desde entonces. Y lo hermoso del caso es que la precaria memoria de su padre experimentó cierta mejora. Ya sabemos cómo las emociones fortalecen la creación de recuerdos, incluso para enfermos con pérdida de memoria debido al Alzheimer. El padre lo fue olvidando todo, pero siempre se acordaría de decir «te quiero» antes de colgar el teléfono.

Yo no soy oriental, a pesar de que mi amigo Gonzalo se emperre en decir que parezco vietnamita. Y, sin embargo, también debo reconocer que jamás he dicho «te quiero» a mis padres. Ya se me fue la oportunidad de decírselo a mi padre, porque falleció el año que yo terminé mi carrera de Química, justo con la edad que yo tengo ahora. Y mi madre...

Después de ver esos vídeos, pasé el resto de la tarde intentando meditar por intentar calmarme. Pero por encima de ese ruido de fondo de mi inspiración-expiración, una idea recurrente me hacía voltear la mente entre los recuerdos fugaces de toda una vida y las intenciones reprimidas para hacer algo que podría cambiar mi vida para siempre. Hasta que no pude más con la emoción, y cogí el teléfono. En realidad, es ahora mismo cuando lo tengo en la mano, justo mientras escribo estas líneas. Marco el número de mamá mientras siento cómo el estómago y el corazón se me encogen:

--Mamá

--Dime, Miguel. ¿Qué quieres?

--Nada. Mamá, te llamo para decirte una cosa. Algo que no te he dicho nunca.

--¿Una cosa que no me has dicho nunca?

--Sí. Una cosa que no he tenido el valor de decirte nunca. Te quiero mucho.

* Profesor de la Universidad de Córdoba