No voy a descubrir nada nuevo del cabreo notablemente generalizado por tener que volver a las urnas para elegir al Congreso y al Senado el 10 de noviembre. Los editoriales de infinidad de medios, la petición en change.org con el lema «si no curras, no cobras» para que no cobren el finiquito sus señorías en esta legislatura fallida, los memes en las redes sociales, sesudos analistas políticos y hasta la señora Julia que me atiende en la pescadería a la que voy. Todos a los que oigo últimamente. Salvo los responsables de los partidos políticos, que ya metidos en precampaña no se dan cuenta de este malestar o, como máximo, culpan a las otras formaciones de las cuartas elecciones generales en cuatro años.

Pero para mí, e imaginándome la jornada electoral del 10 de noviembre, lo que más va a dejar patente este divorcio entre la clase política y la ciudadanía va a ser la realidad práctica frente a la parafernalia y las rígidas normas que (como manda el sentido común y la ley) rigen en todo el proceso electoral y hacen cumplir con mano de hierro la Junta Electoral Central y las provinciales.

El que se multe al ciudadano por no comparecer en la mesa electoral a su hora, el que un presidente de mesa tenga más poder durante esa jornada que un juez de paz y pueda incluso dar órdenes a las fuerzas de seguridad del Estado, sancionar al partido que incluya la bandera de España en su publicidad, que a un candidato se le pueda caer el pelo por pedir el voto en la jornada de reflexión… todo ello va encaminado a guardar la legitimidad de las urnas y a demostrar palpablemente que lo de votar no es ningún cachondeo. Y eso que tampoco vendría mal alguna actualización de la Ley Electoral, anclada en una época de hace cuatro décadas cuando no había internet o manipulación en redes sociales.

Pero en todo caso, al votar, bien está como ley lo que hay. Aunque sea a manera de ritual cívico para cuidar y recordarnos lo que define lo más sacrosanto que tiene una democracia: el voto. Siempre que a los partidos no les guste lo que ha salido en las urnas y haya que repetir los comicios. Entonces mi voto, su voto, pese a todo ese protocolo y ritual democrático, ya no es tan importante. Ya no es tan sagrado. Y la gente, que no es tonta, se olerá de nuevo que algo falla.

Por ejemplo, ¿cuántas dudas puede tener un presidente de mesa para ordenar que se expulse a alguien por llevar una insignia política, por citar algo de lo prohibido en la jornada electoral, cuando el propio sistema de partido le está diciendo a todo el mundo que debe votar de nuevo porque su primera papeleta no vale, no me cuadra, no me gusta?