No se han puesto de acuerdo. No han formado Gobierno. No han conseguido equilibrios o mayorías que permitieran a España tener una cierta estabilidad en momentos que prometen ser cada vez más difíciles. Han ralentizado la vida del país durante cinco meses y, salvo un milagro parlamentario que pudiera producirse de aquí al lunes, nos van a convocar a las urnas para el próximo 10 de noviembre. Otra vez, en una jugada similar a la que llevó a Mariano Rajoy a repetir elecciones generales en junio del 2016 y que, tras la agónica presión que llevó a Pedro Sánchez a la dimisión como diputado y como secretario general del PSOE, trajo un Gobierno del PP inestable, tumbado en la moción de censura de hace poco más de un año. La audacia entonces de Pedro Sánchez entusiasmó a una gran parte de la población. Obtuvo apoyos suficientes, tras la sentencia de la Gürtel, para desalojar a un PP bajo la mancha de la corrupción, pero luego formó un Gobierno de estrellas, de personalidades que fascinaron y que hicieron poner en duda a todos que pretendiera de verdad convocar pronto las anunciadas elecciones. ¿Para unas semanas sacaba de sus actividades a Carmen Calvo, Josep Borrell, Nadia Calviño, María Jesús Montero, Fernando Grande-Marlaska…? No, llegó en una operación de «limpieza democrática» y se instaló tan a gusto en el poder que solo al ver imposible sacar los Presupuestos Generales del Estado se decidió el presidente del Gobierno a impulsar la disolución de las Cortes.

Ahora, tras una espera demasiado larga, agotando los plazos que se iniciaron el 28 de abril con el recuento de votos, tras una «no negociación» con Unidas Podemos -que sigue acumulando rechazos a posibles gobiernos de izquierdas-, Sánchez tira la toalla y anuncia elecciones. Están los que piensan que le conviene, aunque, como le dijo ayer el líder del PP, Pablo Casado, las elecciones «las carga el diablo».

Los ciudadanos hemos vivido unos meses de lo absurdo, del «argumentario», de lo que al final se ha denominado el «relato» en el que todos los partidos políticos han ensayado su discursos justificativos y con perspectivas electorales, de la cerrazón de los bloqueos (cuando las encuestas decían que la población hubiera preferido un Gobierno de PSOE-Ciudadanos) y de una política-espectáculo que está hastiando a los gobernados.

Pues ahora deberemos ir de nuevo a las urnas, y la gran preocupación es que aumente significativamente la abstención. ¿Será así o el enfado de los votantes se traducirá en un movimiento activo? En cualquier caso, no será posible elegir más allá de cambiar de siglas, pues los mismos Pedro Sánchez, Pablo Casado, Pablo Iglesias y Albert Rivera que nos han cansado con su desencuentro encabezarán, probablemente, las nuevas candidaturas. Es decir, los que nos han fallado a los españoles, los que no han sido capaces de llegar a acuerdos y dejar al margen a los partidos independentistas, volverán a pedir el voto... ¿Para qué? ¿Para que quizá el arco parlamentario sea similar (el PSOE un poco más engordado, tal vez el PP, ambos a costa de UP y Cs) al actual, y, refrescados por el fracaso, alcancen algún tipo de acuerdo precario que dé lugar de nuevo a un gobierno débil que no pueda afrontar las grandes reformas que necesita España, perdidos en debates estériles mientras el empleo mantiene su injusta precariedad, inermes ante un brexit incierto, poco preparados para la previsible reactivación de la tensión en Cataluña, con la financiación autonómica sin resolver.

Esto son unas elecciones, una maquinaria poderosa que apela a los votantes desde los aparatos de unos partidos que solo han pensando en sí mismos y en la infantil ambición de poder de sus líderes. Aquí no existe la libertad de los consumidores, que si no están satisfechos con un producto pueden optar por otro. Aquí, los que han suspendido el examen vuelven a presentarse en lugar de quedarse en su casa.