Vaya por delante que, como docente que ha estudiado las redes sociales, soy la primera que las ha criticado cuando corresponde. Pero siempre he dicho que esas críticas no son tanto por las redes en sí sino por los responsables que las usan. Se convierten en noticia personas que saltan edificios con riesgo, graban violaciones, se graban cometiendo infracciones de tráfico, se fotografían en escenarios contaminados o en campos de concentración, en una evidente falta de respeto. Todo vale por el minuto de gloria, por el aplauso, aunque se acabe haciendo el idiota y un delito.

Odio de esas redes su postureo, su egocentrismo, las apariencias, su distancia… pero sucede cuando quien publica, en su vida real, disfruta con el postureo, es egocéntrica, suele mirar por encima del hombro y vive una realidad que no es la de la mayoría. Pero también hay que recordar la cantidad de personas que se refugian en ellas porque no tienen nada más, por la soledad, porque son su única ventana al exterior o porque su vida depende de likes para sentirse válidas. En ocasiones, porque no queda más remedio.

Por eso, a pesar de todas las críticas que se les pueda realizar, en las redes sociales hay que seleccionar la red de amigos porque, a veces, son motivo de alegría o tabla de salvación. Así lo fueron para mí en las sesiones de quimio de mi madre, para Marta mientras cuidaba de su madre anciana o lo es para esa persona que me cruzo en la calle mientras escucha mensajes de audio de Whatsapp con una sonrisa de oreja a oreja. Luisa, con su pequeña pensión, vive en un piso minúsculo y se mueve todo el día en su silla de ruedas, y cada mañana sube la foto de un destino al que nunca viajará y que nunca conocerá, pero siempre había soñado. Luego las comenta con sus amigas virtuales y le hace feliz imaginar situaciones con ellas allí.

Hace unos días le comenté a una señora que se diera de alta en una red social y respondió que su vida no era como la de los famosos, ni apasionante ni que tenía que enseñar nada. Decía que su nieta le mostraba las imágenes de posados en destinos vacacionales exóticos, con cuerpos de catálogo y de perfección fotográfica. Y yo le respondí que sigo a algunas de esas influencers pero que cada una es protagonista de su vida y que, cuando visito una red social, lo que más feliz me hace son las publicaciones del día a día. Me gusta quienes muestran su vida cotidiana en la ciudad o sus pueblos y esas fotos imperfectas de foco o luz donde el niño que corretea sale movido, pero no pasa nada. Y me gusta porque eso es la vida, es lo cotidiano y esas serían las fotos que debían convertirse en tendencia, en un acto de celebrar la normalidad de lo diario, que ayuda a mantener los pies en el suelo.

Tengo mucha suerte del trabajo que tengo. Tengo mucha suerte de que parte de las personas a las que sigo fueron mis primeros lectoras y lectores, y con varios hice amistad. Era la época de la crisis y se creaba un ejercicio de comunión, de sentirnos en el mismo barco ante la misma adversidad. A día de hoy, tantos años después, esas ventanas abiertas son las mejores. Los teóricos, guías y gurús de los influencers dirán que son fotos pésimas, que no tienen estilo ni glamur y que no crean tendencia este verano, momento culmen de estas instantáneas. En cambio, para mí, son las mejores, las que me crean una sonrisa o me llegan a conmover.

Mis fotos del verano no son las que luego ocupan las revistas de moda o del corazón. Yo me quedo con el verano de Elda que tiene en brazos por fin a su hija por la que tanto peleó. Con Tania, su boda y esa manera tan graciosa de cantar No puedo vivir sin ti. Con Rodrigo y esa foto torcida de la abuela que no quiere salir en la imagen. Con la de Noelia, como madre soltera luchadora y su hija que no quiere dormir. Con la de Zior cada vez que consigue bajar a nuestra Bolonia en Cádiz. O con las de Aurora, que después de mucho tiempo en paro, publicó que ya tiene trabajo y ha preparado su maleta para reencontrarse con sus hijos.

Porque las redes no son únicamente las imágenes del yate, las noches de fiesta o la mesa con marisco. Sino de sandía, de helado, del yayo jugando a la petanca o de los compañeros y compañeras del Open Arms o de Save The Children que nos muestran ese otro verano que no crea cierto tipo de followers. Las redes tendrán sus cosas malas pero está cargada, también, de pequeñas personas que reconcilian con la vida real y que juntas, además, hacen cosas grandes. Tanto como sentir cariño o menos soledad.

* Profesora y periodista.