Era atento y amable, un poco tímido, siempre dispuesto a echar una mano. Nunca gastó una broma pesada, ni siquiera nos tiró los tejos como hacían los demás. Con él, es verdad, bajábamos la guardia en un tiempo en que aún no sabíamos que vivíamos permanentemente en guardia y nos parecía de lo más normal que nos persiguieran por las calles o nos soltaran palabras que ellos consideraban piropos y nosotras sentíamos como escupitajos que nos resbalaban por la piel.

Era parte de nuestro día a día como mujeres desde que se nos había empezado a notar que pertenecíamos a este sexo. Cadacual se lo tomaba a su manera. Unas nos indignábamos y nos enfrentábamos con quienes se atrevían a emitir juicios sobre nuestro físico, otras pasaban, decidían no darle importancia pero lo cierto es que la mayoría tuvimos que soportar esta carga desde pequeñas. No dependía de cómo fuéramos, si guapas o no, dependía de la necesidad de los hombres que nos miraban de hacernos partícipes del deseo que les despertábamos. Era culpa nuestra por el simple hecho de ser mujeres, no por vestir o comportarnos de un modo u otro.

Por eso cuando podíamos convivir con chicos que no se pasaban el día viéndonos como un trozo de carne, sentíamos que otro mundo era posible, un mundo más digno para todos. Aprendimos a acercarnos a los hombres que no necesitaban comportarse como depredadores, guiadas por un radar que no siempre funcionaba. Aquel chico en concreto, tan amable, tan respetuoso, me acorraló contra la pared estando los dos solos y durante unos minutos eternos no las tuve todas conmigo, no sabía cómo me lo quitaría de encima. Me quedé paralizada preguntándome si eso era real o no. ¿Cómo se había transformado? Entonces se me hacían presentes las voces de mis padres, de las mujeres mayores advirtiéndonos del peligro de los hombres. No podéis ser amigos, nos decían, un sainete antiguo y caduco que rezumaba ensordecedor cuando sentía su respiración en la mejilla.

N0, no tienen razón ni las abuelas ni los padres protectores ni las madres escaldadas, sí que existe la amistad, el buen trato, la seducción de igual a igual, sea o no fructífera. El tema de fondo no es este, el tema de fondo es por qué aún a día de hoy y a pesar de todo el camino recorrido, sigue habiendo hombres que se creen con el derecho a invadir los cuerpos de las mujeres sin permiso. Pues porque es un poder que se han arrogado ellos mismos.

Estos días hemos sabido que nueve mujeres han acusado a Plácido Domingo de acoso sexual. Por lo que manifiestan las víctimas, el tenor las habría obligado a mantener relaciones sexuales a cambio de trabajo. Su compañera de profesión Ainhoa Arteta ha salido en su defensa diciendo: «No es un acosador, pondría la mano en el fuego». Y ha añadido que es «un caballero». Sus convicciones son más firmes que las del propio tenor, que en un comunicado afirmaba: «Las reglas y estándares por los que somos medidos hoy son muy distintos de los del pasado». Imagino que la soprano ha pasado con el tenor las 24 horas del día los 7 días de la semana durante toda su vida adulta. Como si los agresores tuvieran que tener una imagen, comportamiento y características específicas que los hacen distintos a los demás.

De nuevo el testimonio de las víctimas se pone en duda. ¿Por qué un hombre famoso, con prestigio, talento e inteligencia no puede ser un acosador? Los hombres no se dividen entre los que parecen agresores y los que no lo parecen, se dividen entre los que agreden y los que no. Pero seguimos con el relato según el cual el potencial lo definen la apariencia, el estatus o la relevancia, creando así las condiciones óptimas para la impunidad. A pesar del clima feminista, seguimos cuestionando los testimonios que se atreven a romper el silencio, seguimos poniendo en cuarentena las denuncias cuando van contra alguien mediático. Y es que el poder lo tiene, precisamente, quien domina el relato y en estos casos las denunciantes tienen todas las de perder.

La mayoría de mujeres no vamos por el mundo urdiendo complots pero continuamente se nos alerta del peligro de condenar a inocentes. Queda así en segundo plano la compasión hacia todas las que han sentido la herida profunda de la dominación machista. Muchas no podrán contarlo nunca. A mí me gustaría que todos los que se erigen en defensores de la presunción de inocencia salieran también y con el mismo ímpetu cada vez que se asesina, se viola o se maltrata a una mujer. Solamente así sabremos que su grito es por la justicia y no un machismo sutil enmascarado.

* Escritora