Todo el mundo recuerda el día de agosto en que juró que no leería una línea más sobre las desavenencias entre Pedro Sánchez y Pablo Iglesias, esperemos que con este artículo hagan una excepción. Nadie olvida la jornada veraniega en que concluyó que no quería saber nada más de independentismo, ni siquiera en contra. El fenómeno se ha confundido en ambos casos con un paréntesis estacional, pero obedece a raíces más profundas. La crisis política no consiste en su bloqueo o colapso, sino en el desinterés que provoca. Ni Ferreras es capaz de mantener el suspense. Un análisis apresurado empujaría a una condena de los actores, causantes del agotamiento de la función. Sin embargo, mantener durante cuatro meses en escena un sainete sobre el Gobierno de colisión donde nada ha cambiado desde abril merece una ovación sostenida. Y cómo no admirar una década de independentismo sin avances sensibles. No se ha llegado al desinterés gracias a la resolución de los problemas, nadie conoce al presidente de?Suiza, sino ante la evidencia de que no van a arreglarse.

En tiempos menos posmodernos, se relativizaría una crisis pasajera y fácil de despejar con la creatividad mediática. Es cierto que unas posibles elecciones y unas previsibles condenas amenizarán el cotarro, pero solo con el sabor recalentado de las secuelas, sin la pasión de un encore. En verano, cada página sin política ha sido sustituida por una entrevista con Bertín Osborne, anodina en otros siglos pero que en la vigente volatilidad explosiva multiplica la hipótesis de que el baladista y comunicador se postule con éxito a la presidencia del Gobierno, aunque sea con su nombre real de Norberto Ortiz Osborne. La última vez que decayó el interés por la vida pública, con la mayoría absolutista del PP, desapareció el bipartidismo. Hasta los más confiados han adquirido conciencia de que los partidos son mortales, y el desinterés por la política se presenta como una propuesta ecológica y sostenible, un síntoma más peligroso que un 15-M.

* Periodista