Debe ser, muy probablemente, la única designación femenina que posee un valor incuestionable, incluso para la jerarquía eclesiástica e incluso para los sectores más conservadores del Cristianismo católico de rito romano. La designación masculina existe también: el pueblo de Dios. Sin embargo, esta expresión no ha logrado suplantar a aquélla; es más, en la medida en que «pueblo de Dios» deja algún rastro de Democracia oculta en la propia designación, no ha interesado que sustituya al de «Santa Madre Iglesia» que parece contener consigo la estructura grandilocuente, jerarquizada y piramidal que sigue conservando esta institución, si no de constitución humana (que no quiero entrar ahora en esta polémica), sí, al menos, formada por seres humanos y que lejos de ser los paladines de la equidad, de la justicia social y de la sororidad desde sus más altas esferas, aparece ante muchos sectores de nuestra sociedad como un muro patriarcal autoritario e infranqueable ante determinadas cuestiones reales y muy urgentes de nuestro tiempo. Así que ya tenemos la contradictio in terminis montada: pueblo De Dios, masculino sí, pero incluye democracia; Santa Madre Iglesia, femenino sí, pero etéreo y en absoluto democrático.

Lo masculino y lo femenino se encuentran hoy, sin duda, en el debate social, cultural, económico, lingüístico y también en el debate religioso. Este último es el que me interesa comentar en las líneas que siguen, sobre todo para dejar algunas cuestiones abiertas para la reflexión de los lectores y de aquellos creyentes católicos a quienes pueda interesar.

Lo masculino y lo femenino constituyen el trasfondo del documento «Varón y mujer los creó. Para una vía de diálogo sobre la cuestión del gender en la Educación», publicada este mismo año por la Congregación para la Educación Católica (organismo de la Curia Vaticana). Quiero aclarar que algunas partes del documento me parecen realmente interesantes y positivas; pero, de entrada, ya me ha parecido curioso y sintomático que para explicar una cuestión tan actualísima y que atañe a lo más profundo e íntimo de las personas como es su afectividad y su sexualidad, haya en dicho documento más referencias a las doctrinas de Juan Pablo II y Benedicto XVI que referencias al papa actual. No quiero decir con esto que haya que negar la autoridad de los dos papas antecesores del actual, pero sí podría significar un claro indicio de que no hay una pretensión de avanzar y de dialogar, sino más bien de retroceder y de cerrar las puertas al diálogo (aunque en el título del documento aparezca este término) con tantas y tantos creyentes profundos, miembros de la Iglesia, hijas e hijos de Dios que se manifiestan claramente desamparados y rechazados por la jerarquía eclesiástica que, desde mi modesta opinión, más tiene que callar y que modificar ciertas conductas que corregir las de los demás.

Otra cuestión que me llama poderosamente la atención es que la jerarquía eclesiástica, para hablar de la cuestión del género, tenga que tildar de ideología todo aquello que no entre dentro de sus parámetros de comprensión. Pensar de forma diferente no es pensar ideológicamente. La comprensión de la humanidad y de lo humano no sólo no es únicamente católica sino que ni siquiera tiene que ser fruto de la liquidez y fluidez posmodernas como se cita en el documento. Pero incluso más que todo esto me preocupa que se esté volviendo a una antropología cristiana cuya fuente primordial o esencial esté fundamentada en el relato de la Creación del Génesis, es decir, estamos volviendo nuevamente a una teoría creacionista que poco o nada tiene ya que explicar en una realidad como la que vivimos en el siglo XXI. Ni para explicar los orígenes de esto que llamamos Universo ni para explicar cómo debieran ser las relaciones afectivo-sexuales entre los seres humanos. Ya se encarga la Ética de eso y qué bien les vendría a algunos miembros de la Santa Madre Iglesia tomar apuntes para evitar algunas desviaciones nada ejemplares.

* Profesor Filosofía