Definiciones de civilización pueden ustedes encontrarlas a mansalva. Una de las colaterales podría ser el grado de una sociedad en achicar su capacidad de asombro. Y es que, si tiramos de estereotipos, la aproximación al buen salvaje se plasmaba en el trueque de cuentas de vidrio a cambio de grandes praderas y cinismo. Como acto de constricción, lamentaríamos hipócritamente esa mengua del paraíso perdido, siempre fundamentada en el propósito civilizador.

Ese pasmo por lo ignoto, por esos dioses barbudos que eran un todo con su caballo, ha ido reduciéndose en aquellas naciones cuya acción fundacional no era precisamente ser civilizados como los animales. Sin embargo, durante un larguísimo tramo de la historia de Occidente, lo indómito aún nos mantenía boquiabiertos, cuestión muy poco probable en estos tiempos. Es más, esta sociedad que impertérritamente ha interiorizado el móvil en dos décadas, mira con ensoberbecida condescendencia a aquel público que creía que un tren verdadero lo iba a pillar en la pantalla del cinematógrafo.

No hay, pues, nada de magia en que al abrir un grifo puedas beber un vaso de agua, aunque la captación esté a muchas decenas de kilómetros. O que en el supermercado puedas comprar una pechuga de pavo fileteada conociendo su trazabilidad. No es un acto de fe la calidad de ambos servicios, sino un tecnicismo envuelto en la ingratitud de lo invisible. Por ello, una crisis alimentaria como la causada por este brote de listeriosis no revierte nuestra atrofiada capacidad de asombro, pero enerva la indignación del consumidor.

En esta epidemia de listeria confluye una tormenta perfecta. Como las revoluciones, las grandes crisis llegan en verano. Vista la trasmutación de Pedro Sánchez en el soporífero dontancredismo de Rajoy, era propicio este desvío de los focos mediáticos hacia este incremento constante de intoxicados. Y agosto puede ser un mes no lectivo para muchos trámites, y propicio para echar el cierre por vacaciones, pero no así para minimizar los estragos que cause un producto en mal estado.

En esta crisis ha vuelto a demostrarse un principio universal de la actuación política: lo primero, derivar responsabilidades, máxime si otras instituciones son gobernadas por distinta filiación. Lo segundo, si vienen mal dadas, apantallarse matando al mensajero -en este caso el técnico, sobre el que siempre pende el carácter sacrificial para mantener al cargo público-. Al igual que la denuncia no es la condena, y con las cautelas que prescribe un pronunciamiento oficial, en este lamentable asunto de la carne mechá se ha acumulado una cadena de despropósitos. A todos aquellos que se burlan de los sistemas de calidad, habría que recordarles que un buen engranaje y verificación de toda la cadena productiva es la que evita que se produzcan episodios como estos. En tiempos del desafortunado bichito de Sancho Rof, la tragedia del aceite de colza se vio agravada por una falta de inspecciones de control. No hemos avanzado tanto: el descargo de Magrudis es que también hay bacterias en los quirófanos. Sin comentarios.

En esta ocasión, la tardía reacción respecto a la retirada del producto contaminado se ha visto doblemente ensombrecida por la posterior irrupción de una marca blanca que se guardaba la ropa, una circunstancia que no se produjo por la personación de esta empresa distribuidora, sino por el boca a boca escuchado por un inspector en la barra de un bar. Una mancha de mora en el buen hacer del control sanitario que, a buen seguro, revierte sambenitos sobre esta Comunidad Autónoma. Ochenta años se han cumplido del estreno del Mago de Oz, y, como él, el titular de la Consejería de Salud aguarda apantallado a que todo este asunto escampe. Sería bueno, de cuando en cuando, recuperar la capacidad de asombro.

* Abogado