Por atinada indicación de Carmelo Casaño estoy leyendo La guerra civil española de Antony Beevor. Estoy leyendo este libro con fuerte apasionamiento y profundo dolor, porque hay dos historias de nuestra historia de las que no soy capaz de encontrar causa de absolución: la Inquisición, que hace malquerida a la religión para siempre, y la guerra civil del 36, para la que es imposible encontrar paños calientes.

Y lo malo es que hemos convivido con culpables en primer grado. A espaldas de los muros de mi casa, en el gobierno militar, vivía el general Castejón, el genocida comandante legionario de Badajoz.

Y vivía bajo palio y con todos los parabienes y todas las reverencias de la ciudadanía. Se le reían todas las gracias y ocurrencias: como la de asistir con admiración a una exposición de pintura en la que exhibió todos los cuadros que había requisado en sus correrías.

Mi familia era copropietaria de una finquita partible en solares en El Brillante. Nuestro copropietario nos propuso con la mayor seriedad y sin razonamiento alguno que le regalásemos dos solares a Castejón. De milagro no se realizó aquella absurda donación.

Fui amigo, y compañero en la dirección de Juventudes Musicales, de Manolo Díaz Criado, pianista. Sin saber yo entonces que su padre había sido esbirro principal del general Queipo de Llano, en las depuraciones, estuve a punto de comprarle, ilegalmente claro, un arma corta con capacidad de transformarse en larga. ¡Quién sabe cuántas muescas de rojos abatidos tendría aquella arma!.

* Escritor, académico, jurista