Este baile latoso entre Iglesias y Sánchez, entre Sánchez e Iglesias, nos ha alargado el curso hasta septiembre. Antes de Sánchez teníamos la impresión de que los veranos no es que fueran un canto de aquí a la eternidad, con noches amplias de arena en los últimos brindis de los cuerpos ante el amanecer, pero hacíamos planes modestos de renovación, y reservábamos libros que al final leíamos, y hasta soñábamos viajes interiores que nos iban a cambiar la intensidad del rumbo. Antes de Sánchez uno podía dejar esa piel blanca de junio, que es un lienzo cubierto por su espíritu, como una promesa de poesía tostada al sol de agosto, con sus muslos dorados emergiendo del mar con las últimas olas de la tarde. Antes de todo esto, antes de este baile plomizo que nos une junio con septiembre, en su marasmo lento y pantanoso con aire de Doñana en la abstracción, uno podía pensar en el verano como una pausa abierta ante el hartazgo, como una frontera de resurrección, como un tiempo de luz que nos cruzaría el pecho para entendernos y reconocernos. Pero esta pareja vive un romance que en realidad es penuria, como esos matrimonios correosos que no han llegado a nada después de muchos años dando la paliza al personal, yendo y volviendo, y ya no llegarán. Sin embargo, el mal ya está hecho, porque alrededor no crecerá la hierba. La percepción que se tiene hoy día de la política en España tiene mucho que ver con este dúo sacapuntas del desgaste colérico. Mientras sus vástagos acumulan reproches interpuestos, el país sigue a lo suyo, que es vivir, como el verano sigue en esa piel dorada de los cuerpos con sus rizos de espuma y el amor también regresa a la boca y las manos. Pero hay cansancio y hay desgaste puro, hay saturación. Nosotros mientras perseveraremos en nuestro agosto último, con sus tardes tumbadas en la luz del presente. Nunca la distancia fue mayor entre vida y política. Nunca hemos sentido tanta necesidad de no saber qué ocurre para poder vivir.

* Escritor