Como escribió George Bernard Shaw, unas vacaciones perpetuas serían una buena definición del infierno. Tener tiempo libre ilimitado y ocio obligatorio debe de ser un suplicio, pero en su justa dosis, resulta sano y necesario. El gran aliciente es interrumpir durante un mes la vida cotidiana. Pero eso ya no es posible. Las vacaciones han muerto. Ya nadie puede disfrutarlas. Antes cogías el avión o el coche y te largabas, muy lejos o al pueblo de al lado. Y desaparecías. Ahora, ya no es factible, nunca estarás ausente, aunque te largues a las antípodas. Cuando estés desfilando por la garganta de Hankock en Australia te sonará un bip, un Whatsapp de tu cuñado con el emoticono de la paella que se está zampando. O cuando te estén dando un masaje balinés en Ubud, sonará el mail: 30 mensajes por contestar. Da igual que hayas activado la respuesta automática de ausente, todos saben que estás mirando los mensajes cada hora y si no contestas te lo recriminarán. O tú mismo tendrás muy mala conciencia el resto del viaje. Vayas donde vayas, sabrás en pocos segundos si el Barça ha fichado a Neymar; quieras o no, sabrás qué tiempo va a hacer la próxima semana. Ni siquiera podrás perderte como antes, llevas Google Maps. La desconexión es imposible.

Ya no hay paz ni tranquilidad en las vacaciones. Podrás cambiar tu cuerpo de coordenadas, pero hasta allí te perseguirá la maldición de la bendita y anhelada hiperconexión. Y si te atreves a olvidarte el móvil en casa o te lo roban, de nada servirá. Tu mujer, tu hijo, el compañero, te irán pasando mensajes o fotos absurdas de amigos apoyados en la torre de Pisa. Antes esperabas a la vuelta a revelar el carrete.

Y cae algún marrón laboral. Cuando te vas falla algo que necesita urgentemente de ti. La importancia del asunto es directamente proporcional a la distancia a la que estés.

No hagamos ver que vamos de vacaciones. Mejor pensar que estamos de vacaciones todo el año, y justo ahora en verano nos toca un mes de intenso trabajo. ¡Viva el infierno!.

* Arquitecto