Para desvirtuar la realidad con una foto no hace falta Photoshop. Basta con cambiarle el pie. Últimamente dedicamos mucho tiempo a desmontar fake news (aquello que los viejos del lugar conocemos como propaganda o trolas), cuando las mentiras se suelen instalar a base de medias verdades y silencios interesados. El subtexto es tan importante como el texto, pero mucho más escurridizo.

Así, si yo escribo «tal político fue visto en animada compañía» posiblemente mis lectores crean que les guiño un ojo y lo que en realidad les estoy comentando se estaba dando la vida padre. Si dedico todos los recursos de mi medio a fiscalizar a los enemigos de mi línea editorial, y en cambio callo sistemáticamente ante los abusos de sus aliados, puede que estrictamente no mienta, pero estoy siendo igualmente tendencioso y sectario. Puedo dar voz desde mi programa a personas de diversas tendencias políticas, pero los temas que aborde y la óptica desde donde lo haga pesarán más que un teórico reparto de asientos en la mesa de debate.

Las intenciones, en teoría, no debieran juzgarse para valorar la veracidad de una información. Pero tal y como reza un viejo adagio del periodismo anglosajón, «los hechos son sagrados y las opiniones son libres», por lo que debería estar siempre claro cuándo pisamos en un terreno y cuándo en pisamos en el otro, y las segundas deberían argumentarse basándose siempre en los primeros.

Si ya es cínico y cobarde intentar controlar el relato para crear una nueva realidad desde la política, este control es particularmente capcioso cuando se hace desde los medios de comunicación o desde quienes tienen peso en el discurso público. Si se supone que somos los expertos en comunicar, no podemos poner en letra pequeña los matices, dejar errores sin corregir (ningún periodista querría pasar por la fe de erratas; raro es el que nunca se untó de brea y plumas en ella) o fingir que nuestras palabras no tienen sesgo. Porque eso, ¡ay, lectores!, resulta la forma más fácil de intoxicar.

* Periodista