Nadie ignora que un debate es para confrontar ideas, discutir proyectos, criticar realizaciones, y defender o deshacer argumentos, de parte de unos líderes que los ciudadanos hemos elegido con la finalidad expresa de que representen y defiendan nuestras opciones. Estos líderes son nuestras «autoridades», y -porque así es la Democracia- se supone que participan en un objetivo común, deseado y buscado por ambos con ilusión y con responsabilidad compartida, que es el bien y el progreso de la nación y, en definitiva, la felicidad de todos los ciudadanos y ciudadanas. En eso estamos todos de acuerdo porque eso es la Democracia; y aceptamos para lograrlo las distintas y diversas perspectivas de enfoque, de complementación, de crítica y de alternancia que aporta, constructivamente, cada contendiente en el debate.

Sabemos también que el argumento fundacional de la Democracia es el valor, el respeto, el derecho y la dignidad de cada una de las personas singulares que la integran. Y cuando se les niega -valor, respeto, derecho y dignidad- a la persona que representa a alguna de las opciones de la ciudadanía, a todos se nos está negando valor, respeto, derecho y dignidad.

Sucede a veces que alguno de esos líderes que representan nuestras opciones convierten la confrontación de argumentos contrarios (normal y deseable en una Democracia) en el navajeo entre enemigos; y el argumento constructivo y racional lo confunden con esa falacia dialéctica que se llama «argumentum ad hominen»: atacar al presunto enemigo, pretender denigrarlo y destruirlo, en lugar de discutirle sus ideas y de confrontarlas con alternativas mejores. Esto resulta especialmente denigrante y vergonzante, cuando se produce, no con miras al bien colectivo, desde la opción de un conjunto de ciudadanos representados, sino con la pretensión de ganar imagen y votos en las elecciones...

Y pienso que la patología de la Democracia reside muchas veces en la «angustia de perder el poder», por lo que, llegado un momento, se ataca desesperadamente a quienes aspiran a relevarles en el gobierno, olvidando que la «provisionalidad» es parte de la esencia de la democracia a la que han prometido servir.

* Correspondiente de la Real Academia de Córdoba