Estoy observando con verdadero estupor los últimos movimientos en la política española. ¿Desvergüenza? ¿Irresponsabilidad? ¿Majadería? ¿Cómo podemos definir la actitud de un político cuando miente o cambia de posición de un día para otro en función de sus intereses? Cuando alguien entra en política, ¿lo hace para luchar por el buen funcionamiento de su país o por el interés de su partido en hacerse con el gobierno a toda costa, independientemente de las consecuencias? ¿Están respetando los políticos en este caso la voluntad de los electores? ¿Nos representan en realidad?

Estos y otros muchos interrogantes se puede plantear cualquier ciudadano ante la situación política que se vive actualmente en España, verdaderamente desconcertante. Las dudas son muchas; el problema, complejo; la situación, difícil. Nadie que no esté dotado de poderes sobrenaturales es capaz de aventurar a estas alturas qué ocurrirá en la investidura de Pedro Sánchez.

Hace unos días publicaba un artículo en Diario CÓRDOBA Carmelo Casaño, El retorno de Tartufo, en el que, refiriéndose a la hipocresía dominante en la actual política española, aseguraba que nuestros políticos, «sin inmutarse, desdicen hoy lo que proclamaban ayer y que puede ser distinto de lo que manifiesten mañana». Lo malo es que esta situación, gravísima, intenta colársenos como normal y la ciudadanía -bien por hartazgo o desconfianza en sus líderes, no sé qué es peor- empieza a asumirla. Hace ahora tres años -en julio de 2016-, el actual presidente del PP, Pablo Casado, entonces vicesecretario general de comunicación de su partido, defendía la abstención del PSOE para facilitar la investidura de Mariano Rajoy en una entrevista en Televisión Española, recuperada ahora por eldiario.es. Para conseguirla, se servía del siguiente razonamiento: «Imaginemos que el PSOE le saca 52 escaños y dos millones y medio de votos al PP, ¿alguien podría entender que nosotros bloqueáramos la investidura del líder del Partido Socialista? Tendríamos manifestaciones en la puerta de nuestra sede», aseguraba. Y concluía: «Tengo la esperanza de que Pedro Sánchez va a ser responsable». Pues bien, ahora tiene una oportunidad extraordinaria para llevar a la práctica sus planteamientos: el PSOE tiene 57 diputados y tres millones de votos más que el PP y él es el presidente de su partido. Si fuera un político «responsable», como decía él, no dudaría en aplicarse su doctrina y abstenerse para facilitar la investidura de Sánchez. Por coherencia. Pero, curiosamente, ahora que las tornas han cambiado y el que tendría que abstenerse es el PP, aquel planteamiento ya no es válido y su partido va a rechazarla «por coherencia» con sus ideas, ya que es «el antagonista» del PSOE. En el mismo sentido se expresaba por aquel entonces el líder de Ciudadanos, Albert Rivera, que pedía al PSOE que no bloquease España con su negativa a abstenerse para investir a Rajoy. Y ahora, sin embargo, cuando sus votos son decisivos para desatascar la situación, cuando su partido se halla en la misma posición que el PSOE en 2016, prefiere votar en contra para obligar a Sánchez a pactar con los independentistas y continuar atizándole, olvidando la diplomacia más elemental y convirtiendo la política en una continua afrenta dialéctica. ¿A qué juega Ciudadanos cuando critica una determinada alianza y luego ellos -tan serios, tan patriotas- fuerzan con su actitud que esa alianza se produzca? ¿Dónde está el «sentido de Estado» del que tanto habla Rivera?

Abstenerse no es dar un cheque en blanco, tan solo permitir la gobernabilidad, porque luego pueden votar cada propuesta en el sentido que les plazca. De hecho, el PSOE acabó absteniéndose en 2016 y dos años después se hizo con el gobierno a través de una moción de censura. Nada es definitivo en una democracia. Todo puede cambiar con la mayoría, ya sea mediante elecciones o pactos. Ahora bien, hay situaciones, como ahora, como en 2016, que requieren una visión de Estado. Miguel Ángel Revilla, en su toma de posesión como presidente de Cantabria, lo ha dejado claro: «No se puede bloquear a un presidente cuando no hay alternativa». Y ahora no la hay. Ni a la derecha ni a la izquierda. Hay un partido, el PSOE, que tiene los mismos diputados que el PP y Ciudadanos juntos y podría acercarse a la mayoría con Unidas Podemos, PNV y otros partidos minoritarios, pero necesitaría la abstención del PP o Ciudadanos para asegurarse la investidura y no depender de los vaivenes independentistas. Precisamente lo que ellos pedían en 2016. Y hay también la posibilidad de elecciones. Pero esa es otras historia... que no garantiza una solución.

A los líderes políticos les debemos exigir que sean coherentes con sus palabras y tengan altura de miras, que antepongan el interés general del Estado al de su propio partido, que, cada uno desde su sitio, gobierno u oposición, trabajen por el bien del país. Eso es hacer política y no impedir la labor de gobierno o propiciar directamente el desgobierno. Y dentro de cuatro años, o cuando se celebren nuevas elecciones, los ciudadanos valorarán el trabajo de cada uno. A veces una oposición responsable puede ser más beneficiosa que un mal gobierno. Pero, eso sí: responsable. Sin salidas de tono, sin mentiras, sin juego sucio. Seamos serios. Está en juego el futuro de España.

* Escritor y periodista