Dejar un trabajo por principios es complicado. Seguramente habrán estado en sitios donde alguna cosa chirriaba. Las condiciones, la gestión o incluso la propia actividad quizá no fueran del todo éticas. Si se hacen muy mal y nos lo podemos permitir, podemos bajarnos del carro e irnos a aportar a otro lado. Quizá daremos las gracias por todo e intentaremos irnos bien, porque la vida da muchas vueltas y nunca se sabe. Pero ¿qué ocurre cuando nuestro trabajo y nuestro salario son a cambio de alimentar una maquinaria que menosprecia los derechos humanos o las libertades civiles? ¿Debemos separar nuestro trabajo de la parte de responsabilidad sobre las repercusiones que la maquinaria acarrea? ¿Hasta dónde prevalece la carrera individual y dónde debe empezar la defensa del bien colectivo? Habría una larga lista de preguntas y seguramente pocas respuestas.

Hace unos días vivimos otro episodio en el que Facebook ganaba enemigos públicos. Chris Hughes, que participó en el nacimiento de la red social, hizo un llamamiento abierto interpelando a legisladores y gobierno para que dividan la compañía. Publicó un extenso artículo en The New York Times repasando su etapa como cofundador y persona de confianza de Zuckerberg, explicando los peligros del monopolio y por qué hace falta desmontarlo. Quizá es mucha casualidad que alce la voz cuando la senadora Elizabeth Warren está haciendo campaña justamente contra los gigantes tecnológicos. Dejando de lado las motivaciones de Hughes --oportunistas, altruistas o un poco de ambas, quién sabe--, la súplica para que alguien le pare los pies a Mark sugiere un intenso debate sobre las fronteras entre ética empresarial y la responsabilidad personal.

Podríamos decir que Hughes se suma a la lista de informadores un año después de la filtración de Christopher Wylie, uno de los creadores de la empresa Cambridge Analytica. Wylie dejó al mundo estupefacto en marzo del 2018 explicando cómo habían manufacturado la victoria de Trump y decantado la balanza a favor del brexit. Una compañía que él mismo había creado y por la que entonces sentía vergüenza y horror: era cómplice de un monstruo que amenaza las bases de la democracia. Una mezcla entre la pérdida de control y la necesidad de contar al mundo lo que sabía le llevaron a The Guardian. Carole Cadwalladr, la periodista que cubrió el caso e hizo un intenso seguimiento, estuvo hace poco en una TED Talk frente a directivos y fundadores de redes sociales, con la intención de mirarles a los ojos y apelar a esa responsabilidad ignorada --o perdida, si alguna vez la tuvieron--.

No debe ser fácil programar algo desde tu ordenador y entender que esa línea de código es más poderosa que el aleteo de la mariposa que provoca huracanes. Debe ser muy difícil pensar en las implicaciones sociales cuando tienes inversores codiciosos de cifras eternas o cuando los mantras que inundan tu oficina (y todo el valle) son «crecer, crecer y crecer» para dominar el mundo. Realmente debe ser complicado comprender que, aunque estudiaras ingeniería informática, ahora eres arquitecto social, pues lo que estás programando es una funcionalidad que suscita comportamientos humanos o amplifica algunos que ya existen. Por mucho que cueste trazar líneas rojas desde esa silla, socialmente no nos lo podemos permitir. Usuarios y consumidores podemos hacer presión desde nuestro papel, pero hay cosas que solo sabes si estás dentro.

Y ahí entran en juego los equipos, cómplices hacia dentro pero también hacia fuera. Si dejar un trabajo cuesta, levantar la liebre aún más. Para la mayoría, el coste social del silencio supera las repercusiones profesionales y profesionales de la deslealtad, especialmente si se hace en solitario. ¿Quizá en compañía sería mejor? Y vuelvo a noviembre, cuando empleados de Google publicaron una carta abierta contra Dragonfly, un proyecto que iba a convertir el buscador en instrumento de la censura china. Una de las proclamas decía que habían entrado en la empresa por su visión sobre la libertad y su posición contra la monitorización de la República Popular. Volvemos a los principios. La carta la redactaron nueve y la firmaron miles, además de contar con el apoyo de Amnistía Internacional. Y tuvo efecto: Google paró el proyecto, al menos temporalmente.

Bajo imperativos como la creatividad o la innovación, se crea una falsa sensación de que cualquier cosa vale. Por eso me parece más importante que nunca el talento valiente y con escrúpulos.

* Doctora en Sociología, especializada en transformación digital e innovación social. Esade