Toda una cohorte de fans ha encumbrado esta serie. Yo pertenezco a ella, a la cohorte.

No es fácil de seguir su argumento, que se ramifica en mil argucias, escaramuzas, intrigas, engaños y asesinatos.

No es fácil de asimilar su extrema crueldad sin asomo de piedad; sus personajes y transformaciones; lo enrevesado de los nombres, las sagas, las casas, los reinos... En fin, todo lo que constituye el mundo mágico de este Juego de Tronos.

Digo que no es fácil. ¿Entonces?

Entonces la serie engancha porque la puesta en escena es casi insuperable; porque la dirección de actores y actrices, con un casting que raya la perfección, es brillante por acertada; por los planos maravillosos y dramáticos; por la cuidada elección de las localizaciones de rodaje en lugares espectaculares desde España a Islandia, desde Marruecos a Irlanda del Norte, desde Malta a Croacia, desde Escocia a jardines Patrimonio de la Humanidad, parques naturales, barrios peculiares; lugares insólitos, paisajes exóticos, parajes prodigiosos, laberintos vistosos; por los ropajes, los peinados, los innumerables secundarios o por los incontables extras.

Por sus frases que apenas tienen contenido pero que en el contexto sí se les otorga: «la noche es oscura y alberga horrores»; «se acerca el invierno»; «hoy, no»; «ahora mi guardia comienza»; «el caos es una escalera»; «lo que está muerto no puede morir» y otras, claro está.

Las hay que sí son memorables y que nos hacen reflexionar: «el poder se asienta donde los hombres creen que se asienta»; «nunca olvides lo que eres porque el mundo no lo hará»; «es difícil ponerle una correa al perro cuando ya le has puesto una corona»; «los hombres elocuentes suelen estar tan frecuentemente en lo cierto como los imbéciles»; «los poderosos siempre se han aprovechado de los desvalidos, por eso son poderosos»; «¿bajo qué derecho el lobo juzga al león?»; «a veces el deber es la muerte del amor»; «nada hay más poderoso que una buena historia». No pretendo ser exhaustiva.

Se nos presentan personalidades escépticas, arrogantes, decididas, cínicas, valientes, coherentes, amorales, tiernas, leales, traidoras, inteligentes, ingeniosas, crueles, libres, sumisas, apasionadas, ambiciosas, sabias, petulantes, cortesanas, delicadas, sobrias, austeras, pragmáticas, beodas... En fin, una buena muestra de seres humanos.

Y por sus diálogos memorables.

¿Entonces? Es que todo en Juego de Tronos es exuberante, todo es extremo, todo sorprende, todo inquieta, todo conmueve de una u otra manera.

Una vez concluida, los críticos al uso aplíquense y sírvanse en juzgarla y desmenuzarla como expertos. Los demás seguiremos disfrutándola.

La sorpresa y los sobresaltos a los que lleva casi de manera permanente esta serie abocan a un escape vital. Juego de Tronos nos sustrae de la dinámica cotidiana, siempre o casi siempre problemática, lo que es muy de agradecer.

Ante sus 73 capítulos se puede tomar partido o no. Se puede visionar bajo un prisma moral o no. Podemos ser defensores de esa cierta ética que en ellos se proclama o no. Incluso tomarnos licencias morales escondiendo la ¿vergüenza? o no.

Recuerdo la frase de Muriel Barbery en su obra La elegancia del erizo: «La facultad que tenemos de manipularnos a nosotros mismos para que no se tambaleen lo más mínimo los cimientos de nuestras creencias es un fenómeno fascinante».

Quizás este seguimiento mundial de la serie con tanta fidelidad y apasionamiento tenga que ver con la frase de Barbery y estemos ante una manipulación personal para afianzarnos en nuestra moral, en nuestra ética sin profundizar demasiado en las debilidades que, como seres humanos, aquí están expuestas tan crudamente.

Si no fuese así sería una historia ridícula y seguirla y estremecerse con ella nos haría sentirnos igualmente ridículos.

* Docente jubilada