La muerte de un ser querido es un adiós grosero y cruel. No solo por lo que es en sí misma como el final de la materia, sino por lo que esta nos priva en este mundo: del alma que la habita, a la que amamos, rendimos amistad, nos comunicamos... En la muerte de Rubalcaba, un político de profunda convicción filosófica e ideológica, muchos les han rendido o han intentado rendirle homenaje. Ya se sabe que ante la muerte de otra persona incluso cuando no se haya tenido un lazo estrictamente familiar o incluso de amistad, sentimos ese profundo respeto y precariedad del que en algún momento sabe que acabará teniendo el mismo destino. Pero este es el sentimiento más primario y reflejo del ser humano. Pero luego hay otros que lo personalizan. Que rinden verdadero homenaje al finado, pues su duelo no habla no solo de él, sino de su relación con él. Estos son los más valiosos y a tener en cuenta. Desde la política y dentro de sus correligionarios y compañeros de partido muchos han intentado o le han rendido homenaje a Rubalcaba, pero como lo ha expresado Felipe González nadie lo ha hecho. Decir de un compañero ya retirado de la política activa que lo peor de su muerte es no poder seguir esa conversación que con él mantenía desde hace unos cuarenta años, es decirlo todo. Pocos han seguido conversando con compromiso político con Rubalcaba dentro de sus filas como lo ha podido hacer Felipe González; aunque esa conversación pudiera interesar grandemente a los propios compañeros de partido que ahora lideran sus siglas. Y por una razón casi tan grosera y cruel como la propia muerte física: a Rubalcaba algunos de los que deberían de haberlo tenido en cuenta por su propios méritos y trayectoria ya lo habían despedido en vida, ya le habían dicho adiós. Tal vez esta sea la muestra más clara de que la muerte física no es el comienzo ni el fin de la lealtad. Aunque sí en muchos casos su prueba.

* Mediador y coach