Evocando el esplendor de Notre Dame

Cuando un país atraviesa un período más o menos prolongado de avances y de prosperidad, es explicable que los ciudadanos lleguen a pensar que los avances se van a seguir produciendo necesariamente en el devenir futuro. Pero la historia, que es magistra vitae, vine a desmentir esta creencia. Se suceden en los países de nuestro planeta ritmos o etapas que guardan una extraordinaria analogía con lo que acontece también en la vida singular de cada individuo. Es decir: existen etapas de mayor o de menor prosperidad, bienestar o felicidad, que a veces se metaforiza con la imagen de una montaña rusa, con altibajos, de mayor o menor duración, algunos muy pronunciados, incluso, en ocasiones, catastróficos. Muy frecuentemente atravesamos durante un tiempo períodos de felicidad y de repente, inesperadamente, se invierten las tornas, tantas veces de manera cruel, injusta y dramática, y pasamos por períodos de desventuras, o de mayor o menor felicidad y prosperidad, desde las más diversas circunstancias amenazantes a las que toda vida humana está expuesta.

En la actualidad de España, hemos llegado a creer la mayoría de las personas que los avances, en especial los avances sociales, son «derechos inalienables», que incluso deben ser inscritos en el texto constitucional porque así quedarán perpetuados para siempre... El deseo, la aspiración, la ilusión de que un país o un pueblo continúe por la senda del bienestar y del progreso individual y colectivo, es un noble deseo y una esperanza muy alentadora. Pero de que esto vaya a ser necesariamente así no existen nunca garantías indefectibles.

Asegurar, como hacen los políticos de cualquier tendencia en las campañas --algunos por convicción, otros por demagogia interesada-- que, gracias a ellos, el país va a continuar siempre prosperando, y manteniendo los niveles de vida en algún momento alcanzados, puede inducir a un error, históricamente confirmado, y que solo sirve para alentar en las campañas las falaces promesas de los partidos políticos en su alternancia al poder.

Sin duda es muy loable dejar regulado que los ciudadanos en caso de necesidad van a contar con determinadas ayudas y subvenciones a cargo del Estado. Pero, sin dejarnos engañar, tenemos que mantenernos conscientes de que, el sostenimiento de la prosperidad de un país que permita destinar fondos suficientes para dotar y asegurar definitivamente esas promesas, estará siempre sometido a la calidad y honestidad de los gobernantes, a la responsabilidad de los ciudadanos en sus alternantes elecciones, a las peripecias económicas y políticas mundiales, y a los altibajos del devenir histórico.

A propósito de la credibilidad de los gobernantes, voy a poner un ejemplo: la Constitución española, en su artículo 47, establece que «Todos los españoles tienen derecho a disfrutar de una vivienda digna y adecuada». Este precepto viene siendo incumplido o malinterpretado --más o menos irresponsablemente-- por todos los partidos en el poder, con la excusa de que no dan para más los recursos de la economía del país, lo que está dando lugar a sucesos, cada vez más crecientes y alarmantes, de ocupación ilegal de viviendas. Es un problema gravísimo, alentado demagógicamente por políticos populistas, que, en situaciones muy extremas, podría arrastrar el colapso de la seguridad y el bienestar de la ciudadanía. Injusto y terrible problema --insisto-- del que nadie puede sentirse a salvo: ni quienes sienten el despojo de su propia vivienda y de sus particulares bienes, ni quienes se sienten desposeídos de su derecho a una vivienda digna, ni de quienes sienten mermada su seguridad y tranquilidad en su cotidiana tarea de vivir y sobrevivir...

Nota: A quienes aleguen que la aplicación justa y adecuada de ese artículo 47 de nuestra Constitución es una utopía imposible o muy difícilmente alcanzable, solamente les diría que miren lo eficaz y rápidamente que se está consiguiendo recaudar el dinero y los recursos necesarios para rehabilitar la tan dolorosamente malherida y desposeída --siglos, piedra, madera y alma-- catedral de Notre Dame. Por eso: porque se ha puesto en ello el alma, impulsando a los recursos, por encima de los mezquinos intereses...

Pero qué fácilmente, lo que durante mucho tiempo fue esplendor y grandeza, puede, en cualquier momento, convertirse en ruinas y ceniza...

* De la Real Academia de Córdoba