Julian Assange, refugiado en la Embajada de Ecuador en Londres, ya lleva dos noches en prisión. Tiene causas pendientes en los tribunales de EEUU, por violación de secretos, en Suecia, por la violación de una mujer, y en la misma Gran Bretaña afronta una pena de hasta 12 meses por violar la libertad condicional. Demasiadas causas abiertas para un personaje en el que se entremezclan las causas más nobles del periodismo con las mayores bajezas morales. Algunos han visto en él un héroe de la libertad de expresión que ha conseguido hackear a todo un imperio como Estados Unidos revelando secretos inconfesables de su democracia paralela. Un servicio que nadie le puede negar aunque puedan cuestionarse cuáles han sido sus verdaderos motivos, los intereses que se movían detrás de él y los ejercicios de seguidismo hacia su figura como el que practicó una parte del independentismo catalán. Tampoco responde a la realidad el retrato unidimensional de Assange como un villano. Su vida personal no puede ser el termómetro de su trabajo y es innegable que sus métodos en más de una ocasión han violado las leyes para poner por delante algunas de las loables causas que ha dicho defender. Assange es el reflejo de la época digital en la que la transparencia no es una concesión de los políticos sino un derecho de los ciudadanos, y las líneas rojas que cruzó exigen una vigilancia internacional que garantice su derecho a un juicio justo.