De entre las curiosidades que salpimentan nuestra existencia me ha hecho gracia la coincidencia que en los últimos días dos personas me hayan hablado del palimpsesto para referirse a los proyectos culturales en los que están trabajando. Espero no traicionarlos si digo que, además de servir para explicar lo que querían decirme, me hayan inspirado esta columna. El palimpsesto es una palabra preciosa, de musicalidad rotunda, y que el diccionario define como un códice que ha sido usado dos veces, tras ser raspado el primer texto para escribir encima uno nuevo. Pero se aplica también en geología a estructuras metamórficas o marinas que han sido modificadas por las condiciones ambientales y, por extensión, podemos darle los sentidos metafóricos que queramos. Para alguien como yo que valora la memoria, reencontrarme con los pergaminos latinos que podían ser limpiados con una esponja para poder ser reutilizados es sugerente.

Nuestras casas, las plazas públicas, aquel paisaje al que siempre volvemos, un libro que nos impactó hace años, esa pequeña joya familiar... son palimpsestos de la vida cotidiana. A riesgo de banalizar la anécdota pensaba que en este contexto político en el que los extremos lo son cada vez más, me gustaría que los debates siguieran un poco esta dinámica, la del palimpsesto, no la de la tabula rasa, la de construir sobre lo que tenemos y no sobre lo que no existe o sobre el desmentido del otro.

Esta primavera nos trae tres citas electorales y la cantidad de debates estériles a los que corremos el riesgo de asistir pueden generar desencanto y desconexión. Me cuesta entender que se pretendan soluciones aparentemente simples a problemas cada vez más complejos, acciones de unos u otros que solo una verdadera cooperación podría abarcar. La miopía restringe la mirada sobre el contexto, sobre la memoria, sobre las muchas capas del palimpsesto. Nadie acaba de tener toda la verdad porque está formada por las capas que se han ido acumulando.

* Editora