Si un médico recién titulado aspira a integrarse en la sanidad pública, habrá de afrontar un arduo proceso selectivo, el cual, se presume, garantiza la preparación de quienes superen las pruebas. Son los mejores; al menos en cuanto a aptitud y méritos, soslayando ese mínimo margen de error presente en cualquier trámite, incluso de perfil intachable. Pero lo que en modo alguno certifican tan incisivos exámenes es la idoneidad de los candidatos, más allá de su formación científica, en cuanto a principios tan significativos como vocación, actitud y empatía.

Cada enfermo es un mundo, pleno de vivencias personales e intransferibles, que se ha de tratar de forma individual y que responde también con su propia singularidad a la terapia. Por lo demás, no solo los facultativos sino todo el equipo humano relacionado con la sanidad está involucrado en el proceso y juega un papel capital en el restablecimiento de la salud, con especial mención de aquellos profesionales que mantienen un contacto más estrecho con los pacientes, tales como el personal de enfermería y auxiliares. Su talante y entrega influyen sobremanera no solo en cuanto a facilitar el paso y la estancia en las instalaciones sanitarias sino que también su intervención es clave en la propia evolución de las dolencias. Y si esto es así respecto de los pacientes adultos, tanto más se hace notar en cuanto a los niños, apartados de su entorno familiar cuando más demostraciones de afecto precisan.

Somos algo más que un cúmulo de células cuya estructura se puede monitorizar en una pantalla y reorganizar mediante un frío protocolo. Por eso, también necesitamos algo más que una medicina donde la mera aplicación de recursos técnicos prevalezca sobre la consideración humana de los pacientes.

* Escritora