Ginés Liébana tiene 98 años y cada día pinta y escribe. Pinta sobre lienzo, pero también sobre cualquier otra superficie que le viene bien. Cajas de galletas, trozos de cartón, de madera, fotografías antiguas. Escribe poesías sin parar. Las revisa una y otra vez. Tacha palabras, añade. Poesías que probablemente ya nadie publicará. Pinta, sobre todo, ángeles. Ángeles a semejanza de su espíritu. Espíritus intermediarios. Entre el cielo y la tierra. Entre lo visible y lo invisible. Entre la mirada y lo mirado.

Yo sufro un miedo cerval a envejecer. La mayoría de la gente intenta frenar ese miedo mediante el ejercicio, las cosméticas o la cirugía estética. Y no caen en la cuenta de que disimular los rastros del tiempo en el cuerpo no logra frenar sus estragos en la cabeza. A todos se les vendrá a la cabeza la baronesa incapaz de recordar el último libro que había leído o el de la duquesa que no sabía qué día era. Ambas, operadísimas, aparentaban 10 años menos.

Todo lo muda el tiempo y todo cede a la inflexibilidad de su guadaña. Pero el arte ni cederá, ni cede, ni ha cedido. Lo que se pinta permanece. Y, en la poesía, el tiempo no se mata. Ni siquiera se revive. Permanece. Estable. Una realidad suspendida. La belleza del arte, sea en pintura o en poesía, es inmune al tiempo. Dentro del tiempo hay otro tiempo quieto, sin horas. Y en ese tiempo el arte atrapa las cosas de la misma forma que la resina atrapa los insectos y los inmoviliza.

Lo que a mí me aterra de la vejez, como a tanta gente, es el miedo a la soledad, al abandono, a no poder valerme por mí misma. Es un regreso a la infancia, donde necesitas que otros te ayuden. Pero nunca dejarías a un niño solo, y sin embargo dejamos solas a tantas personas mayores. Personas con problemas de orientación o memoria, o personas que si se caen en el baño no van a poder levantarse. Antes, mi barrio estaba lleno de ancianos y ancianas. Yo los veía paseando a su perra o tomando un café en el bar Morales. Ya no los veo. La gentrificación ha hecho que los alquileres se disparen. El bar Morales es una cafetería hípster y el precio del café se ha duplicado. Me pregunto dónde han ido. Me pregunto dónde estaré yo dentro de unos años.

¿Seré capaz de escribir versos a diario? Probablemente ya nadie quiera publicarlos, como sucede con los versos de Liébana. Imagino que llegar desde el comedor al dormitorio resultará una proeza heroica. Tal como le sucede a Ginés. Y a mi madre. En España las mujeres hacemos el doble de las tareas domésticas que los hombres. El 36% de los hombres deja de hacerlas si vive en pareja. Somos las encargadas de cuidar de los niños y de los ancianos. Cobramos, además, menos que los hombres. La brecha salarial es del 30%. Y soportamos más precariedad.

Estando así las cosas, ¿nos sorprende que seamos el país con la tasa de natalidad más baja de Europa? ¿Nos sorprende que en España dos millones de ancianos vivan solos y sin recibir visitas, aunque el 80% tiene familiares y descendientes directos?

La sociedad considera que las tareas domésticas y de cuidados no deben ser retribuidas, deben hacerse por amor. Pero las mujeres agotadas no pueden encargarse de ellas cuando tienen que trabajar en su casa y fuera. Una sociedad de hiperconsumo que acaba por consumirse a sí misma.

Siempre dije que no quería vivir más allá de los 80, que me suicidaría a esa edad. Ginés Liébana, sin embargo, ama radicalmente la vida y la disfruta. Dibuja, pinta, escribe a diario. Y entonces dudo. ¿Será, quizá, porque vive acompañado de ángeles? A los ángeles no les afecta la enfermedad ni el tiempo. No les toca la muerte. Pertenecen a una especie creada antes que nosotros. Son criaturas invisibles, que se ocultan detrás de los muebles. Que sentimos como un soplo o como un frío. Incluso, a veces, como un enamoramiento. Los ángeles están en todas partes, como la luz.

Y su imagen tiene la forma del pintor que los pinta, y su voz, el timbre del lenguaje del poeta que los nombra. Por eso, todos los ángeles son humanos, y son un trasunto de quien los ha creado.

En una sociedad que glorifica y venera la juventud y la belleza, pensar en envejecer sin asociarlo a esa manida frase de anuncio de cosmética, esa de «combatir el envejecimiento», es un anatema. Pero no podemos combatir nada, porque la edad siempre gana. Es una batalla perdida de antemano. Solo el arte la gana.

* Escritora