Hace unas semanas estaba sentada en un café de mi barrio. En la mesa contigua, un grupo de mujeres en la setentena. Una de ellas contaba que en el centro al que va por las mañanas, cansada de que todo el tiempo solo se hablara de enfermedades y dramas, propuso que, cada vez que alguien lo hiciera, tuviera que pagar 50 céntimos y cambiar de tema. «Duramos dos semanas».

Ahora que la historia del pequeño Julen que cayó en un pozo en Málaga empieza a difuminarse y, mientras los carroñeros de la morbosidad mediática esperan impacientes en la casilla de salida a que se produzca la próxima desgracia, tocará volver a hablar de nuestras propias desdichas. Seguramente al tema tan socorrido de las enfermedades. A mí me desagrada, aunque, cuando noto la necesidad del interlocutor por relatar su dolencia, procuro escuchar las descripciones de síntomas y tratamientos hasta el límite que tolera mi aprensión. Siempre con cierta perplejidad por la insistencia en hacerlo.

Una enfermedad grave que padecemos socialmente es el morbo. Por lo visto, desde el punto de vista de la evolución de la especie, también tiene que ver con el instinto de supervivencia, porque con ello aprendemos y nos advertirnos a nosotros mismos sobre los riesgos del entorno.

Dicen los psicólogos que la necesidad de observar las desgracias ajenas es humana, que deriva de la necesidad de controlar aquello que nos da miedo y que también es importante que nos tranquiliza constatar que eso no nos ha pasado a nosotros.

Puede que incluso haya algo de empatía por lo sucedido a un semejante, pero eso, desde mi punto de vista, no explica la necesidad de recrearse en la contemplación del dolor de los demás. Porque, si de verdad fuera empatía, sentiríamos rechazo ante esa sobreexplotación del dolor, y entenderíamos que en esos momentos lo que resulta considerado y decente es apartarse y dejar a la gente en paz. En cambio, a las víctimas las hemos dejado solas. Solas frente a nuestra curiosidad malsana, enferma. Solas también ahora, mientras las vamos olvidando.

* Escritora