Hace falta algún tiempo para averiguar por que camino nos llevará la deriva política actual y qué es lo que están haciendo los diferentes partidos políticos, hacia dónde nos dirigen y por qué. Todas las situaciones que se están produciendo nos provocan ansias, turbaciones, nos aumenta la tensión arterial, y, en definitiva, nos colocan «fuera de sí».

Once millones de españoles sufren la pobreza o están al borde de la exclusión social. España es el país europeo donde más han crecido las desigualdades sociales y donde el desempleo juvenil tiene la tasa más alta de la Unión Europea. Uno de los problemas que los españoles consideramos más acuciantes es «la clase política» que se sienta en los escaños del Congreso de los Diputados; la crispación de sus señorías hierve con tal intensidad que el estado de agitación parlamentaria se traslada a la ciudadanía en forma de intransigencia, intolerancia y fanatismo.

Que en pleno siglo XXI exista una correlación entre la pobreza, la desigualdad social, los problemas territoriales, la contínua crítica a la convivencia constitucional y las dudas sobre la forma de Estado con la preocupación ciudadana sobre el comportamiento de «sus políticos», no es más que la escenificación de la desconfianza de los españoles en ver conseguido el objetivo que garantice el derecho al Bien Común. Es verdad que España se encuentra ya, inapelable y decididamente, dentro del escenario mundial, pero también es verdad que todavía no hemos sabido superar el obsesivo recogimiento en nuestra propia intimidad. La persistencia en nuestro arraigado y antiguo ensimismamiento pierde de vista las dimensiones de los problemas básicos que, actualmente, se miden en soluciones universalizadas cuyas magnitudes no tienen nada que ver con aquellas que se constriñen y se oprimen dentro del reducido espacio de lo que llamamos comunidades autónomas, que cumplen su misión territorial, no cabe duda, y que los españoles en general estamos de acuerdo con su existencia, pero no es menos cierto que, dentro de esa multiplicidad descentralizada, ¿cabe hacer estas preguntas?:

¿Estaríamos la mayoría de los españoles mejor si la justicia, la educación, el orden público y la sanidad no se hubieran transferido a cada «nicho autonómico» con la alegría y el «café para todos» que se hizo? ¿La llamada «bendita diferenciación regional» no ha restado perspectiva nacional a estos cuatro servicios sociales básicos? ¿Estas transferencias que se hicieron pensando en una «descentralización positiva», más cercana al ciudadano, no se han transformado en una «apropiación indebida» de los gobiernos autonómicos propiciando una desigualdad entre españoles, según la Comunidad Autónoma a la que pertenezcan? ¿No es verdad que, aunque no queramos decirlo públicamente, existe la sensación de que todos los españoles no somos iguales ni ante la justicia, ni ante la educación, ni ante el orden público ni ante la sanidad? ¿No es verdad que esa misma sensación es inexistente cuando se trata de soldados españoles, pertenecientes al Ministerio de Defensa, cuya transferencia jamás se realizará? Reflexionando, que es gerundio...

No cabe duda, que, tal y como se van desarrollando los acontecimientos políticos en nuestra España, harían falta decisiones importantes, de gran calado político, para que España sea, nuevamente, «devuelta a los españoles»; para que la ciudadanía confíe, nuevamente también, en su clase política y para que la tan lamentada pérdida de valores que viene protagonizando la actualidad desde hace tiempo, y que conforme él transcurre se acrecienta con más virulencia social. La crisis de valores no es cosa baladí, ni el superarla depende de caprichosas actitudes voluntaristas, solo si se sustenta sobre la solidez y la estabilidad de un orden social correspondiente con una arquitectura institucional valorada, acreditada y prestigiada por los propios ciudadanos que la usan, la necesitan y siempre la justifican se conseguiría superarla.

Dejémonos de clichés ideologizados, de manipulaciones que tenemos la certeza a qué interés sirven y de conceptos y desmanes indignos. Váyase la clase política a planificar situaciones que ofrezcan oportunidades transformadoras para que la ciudadanía no se descomponga socialmente y deje de soportar la fetidez del pudridero en el que se ha convertido esa forma sectaria de hacer política. No es de recibo que políticos independentistas, pertenecientes a organizaciones rayanas en la ilegalidad si estuviéramos en una España que valorara, en su justa medida, los conceptos democráticos por los que se rige, se sienten en escaños soberanos y, además, se les pague con el dinero existente en las arcas que ellos mismos quieren destruir. Sigamos reflexionando, que sigue siendo gerundio...

* Gerente de empresa