En una de las lecciones de maestras que me ha dejado mi madre al jubilarse, había una marcada en letras de oro: «Niño, el respeto se valora con respeto». Es una versión personal de ese mantra que decía «el cliente siempre tiene la razón». No es así. Y las buenas personas saben que el que está aquí trabajando, está prestando un servicio como cualquier otro y se merece el mismo respeto que cualquier igual.

Por eso, el pasado viernes fue otro de esos días tristes que acompañan a un negocio como el mío. Y es que, si algo tiene este oficio de kiosquero, es que nos permite entablar una estrecha relación con algunos clientes que perduran en el tiempo. A través de esta pequeña ventanita entra el frío -a veces la lluvia- pero, sobre todo, ciertas personas maravillosas. Pues, como decía, el pasado viernes falleció don Antonio, una de esas personas que trascienden la catalogación de cliente para convertirse en inestimable visitante.

Don Antonio, hombre enjuto y de clara sonrisa, al que nunca le conocí un mal gesto con nadie. Tantísimas veces, venía con su abrigo largo a recoger la prensa y siempre tenía ese «Buenos días, Antonio, ¿cómo está tu madre?» preparado. Hombre de mil consejos sobre literatura y que me impulsaba a seguir escribiendo y afrontar la tercera novela. Señor cabal que comentaba -y me rebatía, en ocasiones- estos artículos míos que adornan la esquina de este diario. El mismo que me contaba la injusticia que le pareció cuando le quemaron el kiosco a mi abuelo con cuestiones políticas y cómo compró el diario ese día «en ese tenderete montado ante las cenizas». Don Antonio, ese caballero que acompañaba a su esposa, doña Carmen, y disfrutaban de una cerveza en la terraza del Gran Bar o de Carrasquin. Ese cliente que, durante el tiempo que duraron las obras de la Plaza de las Tendillas -que supusieron nuestro «destierro» a la antigua Calle Cruz Conde-, no faltó un solo día a su cita con nosotros, aun teniendo otros puntos de venta más cercanos. Un auténtico hombre de principios en grandes temas y en pequeños detalles.

Don Antonio, ejemplo de la virtud del «don». Esa es la razón que, aunque sean costumbres que se pierden entre absurdas convicciones, es obligada para mí. Porque «el respeto se valora con respeto», y a esas personas especiales que se asoman a mi ventana y que tantísimo me aportan, les añado el «don». No por su posición social o su edad, sino por empatía con clientes que me valoran como lo que soy: mucho más que el muchacho que le vende los periódicos.

Descanse en paz, Don Antonio Manzano. Se le echará de menos más allá de sus visitas para comprar. Tendré en cuenta sus buenísimos consejos y, en honor a usted, vuelvo a escribir un artículo en el periódico después de tanto tiempo de retiro.

* Escritor