Pronto llegará el día en el que los artículos y reportajes que leeremos nos darán miedo. La información como amenaza, o más bien como alarma. Trump, Putin, Bolsonaro o el último sátrapa que se añada a la lista serán tan solo efectos colaterales. Los conflictos religiosos, nacionales, sociales: todo quedará supeditado a los efectos imparables del cambio climático, cuyas cifras solo se cuestionan por los intereses políticos (es decir, económicos) de oligarcas y multinacionales. Los científicos serios advierten de que no hay marcha atrás, y que ahora ya se trata solo de minimizar los daños terribles que nos esperan.

En realidad todo ocurre ante nuestros ojos, pero nos falta conectar los hechos. Las redes sociales crean esa falsa sensación de un mundo comunicado, pero a su vez lo convierten todo en una anécdota que hace imposible el relato, solo memes y vídeos de impacto que consumimos como una ficción más. Este 2018, mientras California sufría fuegos devastadores, en el estado de Washington unos salmones cruzaban una carretera inundada. Esas imágenes deben unirse a las riadas que arrasaron Sant Llorenç, en Mallorca, o a la sequía en Alemania -¡en Alemania!- que rebajó el nivel del Elba en medio metro y redujo un 40% la cosecha de maíz. Y podríamos llenar el diario con los huracanes del Caribe, las aves que ya no logran emigrar...

Hace más de 30 años que se empezó a hablar del efecto invernadero, y la «verdad incómoda» que denunciaba Al Gore tiene ya 12 años. Los protocolos de Kioto o el acuerdo de París serán inútiles si los gobiernos mundiales no activan su cumplimiento y se reducen drásticamente los carburantes fósiles. Mientras los ultramillonarios del 1% construyen sus refugios en un rincón de Nueva Zelanda, por si acaso les falla el plan de ir a Marte (idiotas), intentarán distraernos con más y más consumo. Esta será la revolución del siglo XXI: llegará un día en que presionar sin fin a los políticos para que extremen las medidas será, literalmente, una cuestión de supervivencia.

* Escritor