Tal como adelantaban sin excepción las encuestas, Brasil ha puesto su futuro en manos de Jair Bolsonaro, un admirador de la dictadura militar. A lomos del hartazgo social por los casos de corrupción en todas partes y una economía estancada, quien hasta ahora no pasaba de ser un diputado por Río de Janeiro sin mayor relieve llega al despacho del palacio de Planalto arropado por una mezcla heteróclita de clases medias urbanas, electores decepcionados con la izquierda y poderosos herederos del régimen de los generales (1964-1985), más el apoyo nada disimulado de los grandes grupos de comunicación y los discípulos brasileños de la escuela de Chicago. En la práctica, un sopicaldo de neoliberalismo, nacionalismo estentóreo y grandes dosis de recetas y prejuicios de la extrema derecha. Puede decirse que Brasil ya tiene su remedo de Donald Trump.

Frente a la decepción y a la sorpresa de quienes no acaban de creerse que la opción mayoritaria de los ciudadanos haya sido esta, muchos de ellos víctimas de las vesanias de la dictadura, se ha impuesto una suerte de realismo político primario que solo desea que se desatasque el país, sin que importe demasiado quién sea el desatascador. Frente a cuantos entienden que Fernando Haddad, el candidato del Partido de los Trabajadores (PT), estaba en condiciones de sanear el Estado sin poner en riesgo los valores democráticos, han sido mayoría cuantos ven en todo vínculo con el pasado una herencia inasumible, sea esta la del PT de Lula da Silva y Dilma Rousseff o del conservadurismo al que pertenece Michel Temer, el jefe de Estado saliente. Poco han importado las sospechas acerca de los manejos de la derecha para neutralizar la figura de Lula y de su sucesora. Poco han pesado en la reacción de los electores los riesgos inherentes a otorgar el poder ejecutivo a Bolsonaro. Lo que ha decantado la votación ha sido la necesidad imperiosa de los brasileños de liquidar el pasado mediante una catarsis colectiva sin que preocupe demasiado el perfil del demiurgo que debe hacerla posible.

Así las cosas, no está de más la advertencia del presidente del Tribunal Supremo Federal: el futuro presidente deberá ser respetuoso con la Constitución, el pluralismo y el funcionamiento de las instituciones. Una obviedad que, sin embargo, se antoja muy alejada de las inquietudes del ganador.

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