Que las redes sociales tarde o temprano nos delatan es una obviedad para quien tenga dos dedos de frente, pero el ser humano es muy simple, tropieza más veces en la piedra que el burro del cuento, y doblemente incauto si es hombre. La policía, padres y profesores insisten a sus pupilos en que pongan el máximo cuidado con lo que suben a la red, y hay que seguir en el empeño, pues los contenidos que publicitan pueden estrangular su vida a tan temprana edad, y eso es más terrible y tal vez irremediable. Pero ocurre que la soledad no buscada, también la acompañada, sobre todo cuando duermen los ángeles, busca compañía por los intersticios de la red, y tampoco eso está mal, el problema surge cuando el buscador puede transformar al mendicante de caricias en doctor Jekyll y mister Hyde. Una amiga me cuenta que durante semanas ha vivido pendiente como una quinceña del móvil y de los mensajes de un Adonis que la asaltó en el Facebook con zalamería y bellas palabras. El joven era un auténtico objeto de deseo, pero además escribía sin faltas de ortografía y wasapeaba bien, hablar no, porque decía que eso lo hubiera comprometido en su entorno familiar que estaba dispuesto a dinamitar por ella. Mi amiga, que a su edad piensa como Wilde que la mejor manera de superar una tentación es caer en ella, empezó a preparar una posible cita. Una espera vivida en los dos polos con creciente deseo, entusiasmo y estrategia, y ahí empezó a renquear el machoman, aunque el encuentro llegó a fijarse. Mirando una vez más las fotos del pretendiente llegado del cielo, que era joven, musculado, buen hijo y leído, eran una tentación, hasta que lo vio en instagram bailando bachata en una sala de baile de raro nombre para ser de Los Pedroches, y buscando ese rótulo del salón en Google dio con el fulano que no era otro que un actor de telecomedia de Guayaquil. Ella cayó de la nube al comprobar que se había enamorado de un avatar. Pasado el coqueteo, la aventura sirve para constatar el peligro de internet y lo que podemos llegar a ser cuando nadie nos ve, pero el juego es mucho más peligroso empezando porque hay alguien con nombre y apellidos que ha suplantado la identidad de otra persona, y eso es un delito penado con cárcel. Una situación así sobrevenida puede convertirse en una pesadilla y no tiene nada de broma si en ella se ven implicados menores o si, sin comerlo ni beberlo, terceras personas que solo les toca sufrir. Por eso lo cuento --sin el permiso de mi amiga, que descubrió al golfo-- y en beneficio de quienes lo puedan leer y estén avisados cuando un «bellezón» les pida amistad y más. No hay nada como unos ojos que se miran y dos epidermis que se funden.

* Periodista