Esta última sesión/espectáculo en el Congreso me invita a decir que los ciudadanos --creo que puedo hablar sin equivocarme en nombre de todos-- estamos ya más que hartos de la metapolítica: discutir y venga a discutir sobre principios constitucionales, teorías económicas y estrategias para campañas electorales. Hablar de cómo hacer la política en lugar de hacer política. Como decía John Lennon, la vida es eso que pasa y se acaba yendo mientras perdemos el tiempo planeando el futuro.

Se va esta sucesión de instantes, de estaciones, esta concatenación de etapas de la vida. Se fue la infancia, se fue el verano, pasa el otoño y se acerca la primera ola de frío invernal este fin de semana. Olvidamos que ese es el significado genuino de la palabra tiempo. Al principio el tiempo no tenía sentido de duración; no era como ahora, que lo consideramos como una magnitud cuantificable (el tiempo vale oro). En la antigua Roma, por ejemplo, el tiempo (tempus) esencialmente poseía el significado de «configuración de este momento». Hace un tiempo otoñal. Es tiempo de resolver los problemas que preocupan a los españoles.

Parecerá una pequeña tontería, pero la sola manera de concebir el tiempo determina todo en la organización y la programación de nuestras vidas a todos los niveles, desde el día a día de una persona a la historia de siglos de un estado. Quizás las culpables de todo fueron las matemáticas (¡Ay, Descartes! ¡Ay, Leibniz!), o más concretamente la matematización de las ciencias (¡Ay, Bacon! ¡Ay, Newton!), que acabó matematizando nuestras vidas. El tiempo cíclico original, como una secuencia de momentos a lo largo de ciclos cerrados lunares o solares, se transformó en un tiempo infinito a lo largo de una infinita línea recta entre el pasado lejano y un momento indeterminado en un futuro que tampoco somos capaces de adivinar. La vida de un ciudadano y su tiempo no valen nada frente a esta apabullante inmensidad del tiempo lineal infinito.

Con este tiempo lineal, interiorizado así en nuestras conciencias, y a pesar de la relatividad especial de Einstein, las vidas individuales se disuelven en las vidas de entidades más duraderas como las grandes corporaciones o los estados. Los acuerdos entre estados duran generaciones, los planes a largo plazo de las grandes corporaciones trascienden las de los estados, y ya hay hipotecas que duran más que la vida de una persona.

No es bueno deshumanizar la vida. Al menos a mí no me lo parece. Si dejamos que esto evolucione a su aire, la vida es inmisericorde. Siempre lo ha sido. La evolución biológica lo fue: millones de especies ya no existen. Y la evolución cultural del hombre también lo ha sido: miles de culturas ya no existen. Pero lo más aterrador es constatar que tanto la evolución biológica como la evolución cultural tienden a ignorar el bienestar de los individuos o, si no de todos, sí que de la inmensa mayoría de los individuos. El desarrollo nos devora, la productividad nos devora, la automatización nos devora, la comunicación digital instantánea nos devora. El tiempo infinito nos reduce al absurdo de un punto, a la nada.

Aún no nos hemos dado cuenta de lo importante que es para nuestra vida la manera de concebir el tiempo. Y ahí debería estar el verdadero debate en la política. Humanizar el tiempo debería ser el objetivo de los ciudadanos, no de la ciudadanía sino de cada ciudadano tomado de uno en uno. Mi objetivo, tu objetivo. Sería utópico, pero cada individuo debería sentir que el sistema cuenta con él. Al final está claro que daremos nuestra vida por algo, pero estaría bien sentirse conforme, sentirse querido, mimado, protegido. Estaría bien creer que realmente soy imprescindible. Que mi vida es única. Que mi tiempo es irrepetible. Que este tiempo es mío y para siempre.

* Profesor de la UCO