Theresa May baila al ritmo de Abba antes de comenzar un gran discurso. Mueve las caderas con sus célebres contorsiones robóticas, como si tuviera que forzar un acto de alegría. El brexit es un baile resignado, imbuido de primitivas pasiones. Lo sabe bien la primera ministra, que votó en contra en el referéndum y ahora lo agarra con fuerza, como agarraban sus violines los músicos del Titanic que tocaron hasta las últimas consecuencias. Pies mojados, manos frías y una sonrisa nerviosa ante un incómodo final.

Hay un capitán del Titanic en este asunto del brexit: el Partido Conservador británico. Se les fue la mano con el carbón y la velocidad de crucero. No había en el país una demanda mayoritaria para el referéndum, pero David Cameron, entonces primer ministro, convocó a los británicos para sacudirse sus complejos frente al ascenso del xenófobo UKIP de Nigel Farage. Cameron pensó que el riesgo merecía la pena. Pregúntenle ahora. Si le encuentran, claro.

May se opone a que los británicos puedan votar de nuevo cuando se conozca el tamaño del iceberg al que harán frente, porque ¡quiénes son los políticos para hurtar a los ciudadanos de su «derecho a decidir» de nuevo! La idea, cada vez con más apoyos, consistiría en votar sobre el acuerdo alcanzado con Bruselas, cuando se conozcan los detalles de la separación. Una información preciosa que no tuvieron en el 2016 en aquella orgía de sueños indoloros.

La economía británica se ha encogido un 2,5% desde el referéndum y se calcula que el brexit ya está costando al país 500 millones de libras a la semana. Su moneda cotiza por los suelos y el Banco de Inglaterra advierte de que el valor de los inmuebles podría desplomarse un 35% en tres años. Los viajeros del Titanic hubieran agradecido una segunda oportunidad.

Importan poco los discursos apelando al orgullo patrio. May masajea el ego nacional evocando su grandeza y su mejor pasado. Nadie, excepto Estados Unidos, ha dado al mundo tantos premios Nobel, ha recordado. Sería más oportuno que explicara lo que piensan algunas de sus mejores universidades sobre el acceso a fondos europeos para la investigación.

May no da su brazo a torcer. No acepta otra consulta ni tampoco quiere una relación cercana con la UE, como exigen los laboristas, que les permita seguir comerciando en las mejores condiciones y evite el gran problema de Irlanda del Norte. Todo para blindar la frontera. ¿No sería más justo y pragmático pensar no solo en la mitad que votó por la salida sino también en la otra, mayoritariamente joven, que quiere seguir cerca del resto de europeos?

El sentido de emergencia no es igual para todos. Los botes salvavidas serán para los alumnos de Eton y sus conocidos amigos, May, Johnson, Cameron y compañía. Se mojarán los pies pero salvarán el cuello porque son unos privilegiados. La crueldad del brexit --sumemos también a Trump y otras olas del gran enfado global-- es que quienes lo propiciaron, los más castigados por el sistema, pagarán de singular manera sus consecuencias.

* Periodista y analista político