Una noche cualquiera, en un lugar cualquiera de nuestra atormentada geografía nacional durante este verano, un anciano con sus facultades mentales aparentemente intactas pedía auxilio desde el balcón de la que siempre fue su vivienda familiar, rogaba entre lágrimas negras que alguien lo liberara de su injusto cautiverio, denunciaba con toques de soleá y petenera que sus hijos lo mantenían encerrado en casa, sin llaves, teléfono, ni posibilidad alguna de dar un paseo o asomarse a las ventanas, a cargo solo de una persona extraña que de vez en cuando salía por ahí y lo dejaba abandonado y a su suerte, sin la menor consideración hacia su claustrofobia impuesta, su rabia infinita y su impotencia desgarradora; circunstancia esta última que había terminado por aprovechar para forzar a medias una persiana, salir a rastras al mundo, y a pesar de la hora denunciar urbi et orbe su desgracia. La escena, patética en el sentido más estricto y dramático del pathos clásico, estremecía; puso de pronto ante los ojos de todos los que la presenciaron un ejemplo quizá algo extremo pero sin artificios de hasta dónde puede llegar la condición humana; se convirtió en arquetipo de la evolución hacia ninguna parte que sigue nuestra sociedad desnaturalizada, sin rumbo y sin valores. Una sociedad que, haciendo gala de temeridad e indecencia proverbiales, arrincona a los mayores, les ha perdido el respeto, ignora el papel determinante que la vida les reservó siempre como maestros, guías, referentes, autoridad moral, modelo. Lo supieron muy bien los romanos, que potenciaron la pietas como una de las virtudes fundamentales de su idiosincrasia y su raza, y la llevaron a todos los ámbitos de la vida, incluida la muerte. Los homenajes hacia los fallecidos, divinizados en forma de Manes; la incorporación de sus máscaras en las procesiones fúnebres como forma de legitimación gentilicia; la inclusión en su calendario festivo de celebraciones funerarias como los Parentalia, dedicadas a los ascendientes más cercanos, entre otros mil aspectos, demuestran que, con todos los defectos que se quiera, porque como cualquier otro pueblo distaron mucho de ser perfectos, fueron una cultura ejemplar en lo que se refiere a la atención a sus predecesores, en la consideración prestada a quienes un día los trajeron al mundo, al papel político, instructivo y moral que desempeñan padres y abuelos.

Hoy, por el contrario, condenamos con frecuencia a nuestros ancianos --cada vez más longevos-- a residencias despersonalizadas para que se sienten a esperar a la muerte con el pretexto de que no tenemos tiempo ni medios para cuidarlos, o clamamos por la eutanasia, asqueados profundamente por las miserias y servidumbres que acarrea la vejez. Mientras, por solo poner un ejemplo, mantenemos en casa a uno o varios perros, cuanto más grandes mejor, que no tenemos problema alguno en sacar a pasear cada día, a los que limpiamos sin pudor ni reserva las cacas y los orines (cuando no les compramos compresas y bragas), a los que lamemos las babas, y que bajo ningún concepto dejaríamos atrás en vacaciones ni en ninguna otra circunstancia porque los consideramos «parte de la familia». ¿Cabe mayor despropósito? Obviamente la vejez no es agradable, y con frecuencia hace ineludible el buscar ayuda profesional. Del mismo modo hay casuísticas para todos los gustos, por lo que en ningún momento deben sentirse reflejados quienes actúen de forma diferente a la que yo denuncio, pero estarán conmigo en que la tendencia general es la señalada; por desgracia ya no solo en las ciudades, sino también en los pueblos, hasta no hace mucho reducto privilegiado en el que parecía respetarse en parte el lugar que España reservó tradicionalmente a los ancianos. No quiero resultar dogmático, ni mucho menos doctrinal o moralista; solo indicar que siento una profunda vergüenza ante este tipo de situaciones; y la siento entre otras razones porque en mi familia nunca se actuó así. Nuestros abuelos, de los que tanto aprendimos y que todavía hoy echamos de menos, vivieron hasta el fin de sus días con nosotros en casa, convertidos en fuente de sabiduría y de cariño inagotable.

Urge reflexionar sobre un problema que conculca nuestra esencia como cultura, nuestros fundamentos morales, nuestro lugar en el mundo: el abandono físico y emocional de los padres en la época de sus vidas en la que, de nuevo niños, se sienten más indefensos, solos y frágiles. Porque todos seremos ellos; y ellos nunca lo habrían hecho con nosotros. Por cierto, al anciano en cuestión nunca más se le volvió a ver. Debe acabar sus días en alguna residencia olvidada, donde no pueda poner en evidencia a sus hijos ni malgaste una herencia que atesoró a base de dejarse por el camino la vida.

* Catedrático de Arqueología de la UCO