De tarde en tarde, esta ciudad tan poco dada a ensalzar lo suyo y a los suyos tiene gestos que la honran. Es el caso de la doble exposición, en la sala Vimcorsa y el Centro Botí, con la que Córdoba rendirá homenaje al pintor Antonio Povedano, coincidiendo con el centenario de su nacimiento y los diez años que acaban de cumplirse de su muerte. De este modo la muestra, que se inaugura hoy, rescata de una década de olvido a una de las figuras más destacadas del mundo artístico cordobés, aunque por azar naciera en Alcaudete poco antes de que su familia, modestos campesinos, se instalaran en la aldea prieguense de El Cañuelo. En este bello rincón de la Subbética, a la que permanecería siempre vinculado por lazos de afecto y una inclinación a dar lo mejor de sí mismo que hizo de sus cursos de paisaje una cita veraniega ineludible para aprendices en arte, se le despertó ya de niño la vocación, a la que él daba rienda suelta de noche, a la luz de un candil, ilustrando con dibujos a lápiz las cartillas escolares, mientras de día ayudaba a la familia en las faenas rurales. Fueron unos comienzos duros que lo curtieron en dificultades y cierta rebeldía, como cuando, tratando de salir de aquel universo de pueblo que coartaba sus aspiraciones, soltó una filípica al tribunal que le negaba la beca para entrar en la Escuela de Artes y Oficios haciéndole ver la desigualdad de oportunidades que deben afrontarse cuando uno no habita en la capital. La queja caló en las conciencias de los jueces y poco después se le recompensó con una beca de la Diputación, seguida de otras que permitieron a aquel joven espíritu sin cortapisas, empujado siempre por una intuición que guiaría sus pasos hasta el final, ampliar estudios en Sevilla y Madrid. De allí regresó con el título de profesor de Dibujo que le permitió repartir su maestría a varias generaciones de artistas en aquella Escuela que en principio le había cerrado sus puertas.

Y es que Antonio Povedano era hombre perseverante --sentía que tenía un destino que cumplir y a él se aplicó sin respiro ni autocomplacencias--, metódico y fiel a sus ritmos interiores, que sonaban tanto a compás flamenco que hasta lo canturreaba delante del caballete. El flamencólogo Agustín Gómez, amigo y compañero de tertulias --porque al maestro le encantaba la conversación, aunque hablaba poco pero soltando frases lapidarias-- lo definía como «pintor jondo», no solo por su facilidad para captar el desgarro de un cante o un baile sino por la enjundia que ponía en todo lo que tocaba. Intenso y aferrado a los sentimientos tras un semblante sereno y grave, con su cabeza patricia, aquellos ojos achinados a los que nada escapaba y la media sonrisa de hombre tiernamente serio, Povedano vivió en búsqueda constante de sí mismo, luchando con la obra a diario, pues solía decir que si no daba el do de pecho no dormía a gusto. Así que, ya cercano a los 90 años, se aplicaba a seguir investigando formas, técnicas y color como si estuviera empezando, lo que se tradujo en una pintura eternamente joven, enraizada en la memoria y los sueños.

Esa pintura, que en sus contactos con la arquitectura llevó al mural y la vidriera, su gran pasión, hizo de él uno de los más importantes exponentes del arte español contemporáneo, que además apoyó sin descanso trayendo a Córdoba en los años sesenta lo más granado de la vanguardia, primero como asesor cultural del Círculo de la Amistad y luego de la Caja Provincial. Fue moderno e inquieto toda su larga vida, de cuyas etapas da buena cuenta la exposición. No se la pierdan.