Noruega es algo más que la referencia bibliográfica de los concursos de belleza de Chiquito de la Calzada. Un sitio frío y serio, y unos bosques que los Beatles perpetuaron en la melancolía. No conocemos cómicos universales procedentes de ese país escandinavo, lo que parece reforzar la credibilidad de sus estudios científicos, y más aún cuando vivimos el amor en los tiempos del plagio. Ole Rogeburf y Bent Bratsberg, expertos de un Centro de Investigación Económica de Oslo, sostienen que el coeficiente intelectual de las nuevas generaciones de noruegos es inferior en siete puntos a los test de inteligencia que realizaban sus padres. Y al parecer no se trata de un resultado anecdótico, pues aflora una tendencia constante, que muestra que un día tontuno se ha convertido en un ciclo muy largo. Quebrando el paradigma de la mejora continua de la especie humana, habría que remontarse 70 años atrás para encontrar unos patrones similares de coeficiente intelectual, allá cuando George Orwell trastocó el 48 por el 84, para predecir un futuro angustiosamente alienado a una gremial inteligencia.

Como el retroceso de los glaciares, o el irremediable secadero de lo que un día fue el mar de Aral, esta involución comenzó a detectarse en los años 90, en los totémicos días de los coleguitas de Friends, o en esa versión televisiva de los Beach Boys que fue Sensación de Vivir. Los estudiosos noruegos aún no han podido aportar evidencias científicas que atestigüen si hay más tontos que botellines, pero la situación puede volverse preocupante. Hay temor por la pérdida de calidad del semen, mucho mayor sin duda a este ralentí del espabilamiento. Y estos señores noruegos, como otros miembros de la Comunidad Científica, no apuntan el dedo acusador hacia la genética sino a esta estabilización del atontamiento generado por estos nuevos usos y costumbres. Cierto que se ha descubierto el Bosón de Higgs, pero nunca se ha mostrado más jactancia por mostrar urticaria a la lectura. Hasta hace una miaja, el melodrama se aliaba con la justicia social en eso de encumbrar a heroínas que ocultaban el azore de su ignorancia, triunfando al alcanzar una reputación a base de esfuerzo personal traducido en distinción, cultura y refinamiento. Hoy, nos interesaría más indagar en los fondos reservados de Pigmalion, en la caja B de la filantropía.

A falta de atrofiar la adrenalina de la supervivencia, guardado ese atavismo cavernario para las zonas de conflicto bélico, o para los que intentan atravesar su dignidad en las fronteras, los moradores de sociedades estabilizadas, y casi estabuladas, nos hemos convertido en pasadores de otro ácido fórmico, ocurrencias traspasadas en la jaculatoria de los pulgares, la pereza de expresar ideas originales recurriendo masivamente a la mímesis whatsapera. Y puede resultar totalmente legítimo, pero ulcerante tirar la primera piedra, cuando hasta en los más nimios detalles -felicitaciones navideñas sin ir más lejos- aquí impera la cultura del corta y pega. Desde Platón ya se advertía que la panacea puede que no sea la sabiduría. Los tiempos de vacas gordas han sonreído a gobernantes cortitos y de poco nos sirvió la Edad de Plata imantada en el 27 para evitar el desastre de la guerra. Pero peor han sido los espectros del desprecio a la Inteligencia: el que vociferó un legionario tuerto en el paraninfo salmantino, o esa intelligentsia acomodada para desmontar desde un pensamiento único toda disidencia. La hambruna es la escasez generalizada de alimentos. Mucho me temo que la tontuna es justamente lo contrario.H

* Abogado