Sobrevivir al verano se convierte en una estación propia. Tras esa laxitud en un nimbo de sueño con los cuerpos dorados vislumbrados apenas desde un paseo marítimo distante, el otoño concentra una plenitud con el libro en las manos y el primer aire frío; pero a veces acecha una supervivencia de entretiempo, entre agosto y septiembre, que parece propicia al estallido, a una revolución que luego queda en nada, con su especie febril de duermevela extraña que solo es soportable para espíritus fuertes. Algo muere y algo nace en el tránsito, algo brota de ese acabamiento. Quizá fue eso lo que descubrieron Ernest Hemingway y Gerald Brenan a finales del verano de 1959. El primero estaba escribiendo el largo reportaje para la revista Life que luego acabaría siendo su libro Un verano peligroso, siguiendo por las plazas de toros de toda España no exactamente a Luis Miguel Dominguín y Antonio Ordóñez, sino a la rivalidad publicitada y cierta entre los dos, como motor o magma de un posible nervio literario que le faltaba a Hemingway dos años antes de que se decidiera a meterse el cañón de una de sus escopetas en la boca y disparar. Eso sería en 1961, pero dos años antes andaba Hemingway a la caza de su última aventura literaria y pensaba que esa carne joven de los dos matadores se la podría proporcionar. A pasar por Málaga, siguiendo en esa ruta de tentativa y muerte, estética y lujuria de los cuerpos en danza con el sacrificio del toro, quiso conocer a Gerald Brenan.

Aparentemente, tenían bastante en común: no solo la fascinación por España, sino una edad parecida y el haber sido condecorados en la Gran Guerra. Hemingway había leído El laberinto español y Brenan tendría conocimiento de alguna de las novelas de Hemingway ambientadas en España, Fiesta y Por quién doblan las campanas. El encuentro estaría bien regado, porque eran ambos buenos bebedores. Gerald Brenan lo invitó a comer en su casa, cerca de La Cónsula, en el malagueño barrio de Churriana. Es posible que Hemingway, que había mostrado deseos de conocerlo, buscara en Brenan uno de sus últimos interlocutores, alguien con quien hablar honradamente de literatura, porque a esas alturas de la vida uno está ya solo y apenas quedan cómplices fiables. Hemingway había tenido uno: Scott Fitzgerald, que había muerto en 1940. Porque Ezra Pound había sido otra cosa, seguramente un maestro, y Gertrude Stein alguien que le dio buenas ideas y lo mandó a Pamplona a por emociones fuertes. Eliminado Fitzgerald, antes por su fragilidad que por su muerte en soledad y dolor, quizá Hemingway había pensado en Brenan, o pudo imaginarlo como un conversador sobre ese otro dolor y esa otra soledad que es escribir.

Lo que no sabía Hemingway es que Brenan, que quizá tenía algún rasgo de carácter en común con Fitzgerald --no en vano, era también su segundo apellido-- se sentía intimidado por las gentes de carácter duro, porque le recordaban a su padre, y Hemingway le pareció desde el principio uno de esos tipos que cuando entra en una habitación confisca todo el aire dentro de sus pulmones, dejando a los demás sin respirar. Hemingway, por su lado, temía en Brenan lo mismo que temió en Scott Fitzgerald: esa delicadeza en los espíritus que quizá son más débiles tan solo en apariencia, porque por dentro guardan otras seguridades sofisticadas y artísticas, ante las que él apenas podía disparar perdigones de bravuconería. Por eso eludió, aunque la deseaba, la primera conversación literaria de Brenan y se desvió a hablar de toros, como treinta años antes, en París, siempre prefería hablar de boxeo con Scott, que no sabía nada de boxeo, pero dominaba la poesía de Keats y Rupert Brooke. Quizá encontraron un idioma común, bañado por helados dry martinis, en el que entraran similares anécdotas y chistes, pero ninguno pudo dejar su propia máscara atrás. Hubo nuevas veladas, pero nada cambió. Esas dos almas podían haber sido complementarias; pero quizá Hemingway, solo dos años antes de su suicidio, estaba preso ya de esa imagen creada que percibía en los demás y que lo aislaba de su verdadero ser.

No podían entenderse. Tan solo un año antes, en 1959, también Paul Bowles pasó por la casa de Brenan en Churriana. Pero iba más a lo suyo y no buscaba hacer nuevos amigos: publicó un artículo para la revista Holiday sobre la Costa del Sol y admiró las alfombras persas y los tapices indios en la casa de Brenan. Estos hombres aún vivos ahora son los rostros de un pasado que llena de belleza y de emoción el próximo verano de la vida.

* Escritor