Ha pasado mucho tiempo desde aquel primer vuelo internacional al aeropuerto de Málaga que trajo a las suecas a la Costa del Sol en 1959, suecas de largos y lacios cabellos rubios, ojos azules y unas piernas de vértigo sobre las que exhibían toda su artillería con unos atrevidos e insólitos bikinis de colores que dejaban boquiabiertos a los Alfredo Landa de cada casa. Desde mis primeros años de veraneo en la Costa del Sol a finales de la década de los 60, las suecas eran ya una realidad evidente y uno de los alicientes que para los varones -y desde luego para los de mi entorno- ofrecían aquellas noches locas de Torremolinos y sus discotecas plagadas de imponentes suecas, pero debo confesar que a mí también me gustaban las suecas... y mucho. Antes de que me malinterpreten, matizaré que por razones bien distintas a las de mi hermano y mis primos mayores. Las suecas me gustaban por la libertad que exhibían en todos sus movimientos y hasta por su forma de bailar; porque venían solas a pasar sus vacaciones sin hombres que las «custodiaran»; como fumaban aquellos cigarrillos, como se atrevían a beber o a conducir; porque tenían trabajos y estudios que las hacían autosuficientes y porque eran capaces de «ligar» con un solo chasquido, sin importarles el comentario maledicente de nadie. !Eran libres y dueñas de su destino sin ningún tipo de complejo!.

Nada de esto era casual si tenemos en cuenta que las suecas ya nos llevaban entonces siglos, por ejemplo, en la lucha contra la violencia -¡Alucinen, en 1250 fue cuando se promulgó allí la primera ley contra la violencia sobre las mujeres!- y tuvieron una reina, Cristina de Suecia, que inquirida para casarse, se negó lisa y llanamente a hacerlo; que siendo hija del León del Norte -Gustavo II Adolfo-, paladín del protestantismo, decidió abandonar esa fe por la del enemigo, o sea por el catolicismo; que abanderó el humanismo en Europa para recibir el nombre de Minerva del Norte y que de repente decidió abdicar -en 1654-, negándose a dar la más mínima explicación.

Fueron suecas las primeras diputadas europeas en el año 1922 -adquirieron el derecho al voto en 1921- y desde entonces hasta ahora esas vikingas aguerridas, rubias y que hoy exhiben sin pudor largas pestañas postizas como antaño los bikinis han «trabajado» para que la igualdad sea real, pero real de la de verdad. Tenía ganas de pasearme por Estocolmo y hacerme la sueca y aunque por fin lo he conseguido, me parece a mí que no ha colado... !Aún nos queda tanto por recorrer!H

* Abogada