Llegamos al 8 de marzo de este año con la sensación de que el #MeToo que había estallado unos meses antes había ayudado a poner el feminismo en una posición central de las reivindicaciones para la construcción de una sociedad adulta, en que las mujeres no tuviéramos que sufrir discriminaciones o abusos de ningún tipo solo por el hecho de serlo. Las manifestaciones multitudinarias por todas partes fueron valoradas colectivamente como un punto de inflexión del movimiento feminista. Admito que pensaba (temía) que pasara como siempre, que es más fácil asistir a una manifestación, asumir un relato público, un discurso de lo que ya no es admisible socialmente, que cambiar las actitudes y conseguir transformaciones a largo plazo. Creo que afortunadamente estaba equivocada. Hemos vuelto a salir a la calle cuando ha sido necesario, pero me parece mucho más importante detectar que el punto de inflexión que nacía del deseo se ha consolidado. Aprendí que el #MeToo situaba el problema de los abusos mucho más allá de una cuestión de género, había que verlo como un abuso de poder que en ocasiones derivaba en un abuso sexual de múltiples manifestaciones. En este sentido, podría «opinar» sobre qué me parecen las polémicas en torno a Lluís Pasqual y Juanjo Puigcorbé, por ejemplo, en las cuales también hay una cuestión de género.

No lo haré, porque más allá de las circunstancias que han llevado a abrir sendas investigaciones internas sobre sus actitudes y por lo tanto sobre sus acciones, lo que creo significativo es que ilustran el final de la impunidad. Ni caza de brujas ni ley del silencio, exigencia de responsabilidades. Se ha roto el techo de cristal del miedo a denunciar, a decir basta a los mal llamados micromachismos. Se acabó. Ahora es 8 de Marzo todos los días.

* Editora