Aún me queda más de una semana para empezar mis vacaciones y estoy nervioso. Qué sensación más rara. No sé a qué viene tener tantos nervios. Parece como si el tiempo se alargara como un chicle y los días se me están haciendo de cuarenta y ocho horas. Y lo más bonito de todo es que no sé cómo voy a llenar mis vacaciones. Es más, lo que me pide el cuerpo, más que llenarlas, es vaciarlas de todo: ayunar, olvidarme incluso de los gin&tonic, no ir a ninguna parte y no hacer nada.

Seré torpe y no sé por qué, pero las vacaciones nunca he sabido vivirlas con ganas de disfrutarlas. Es como la feria: siempre se apodera de mí una sensación de angustia, melancolía y tristeza. Ni el mar ni la montaña. Ni Montilla ni Madrid. Ni un crucero por el Mediterráneo ni Londres. Me veo cada vez más como ese colega que se toma las vacaciones en noviembre para seguir la misma rutina diaria de todo el año.

Pensaba yo que lo mío era algo raro y excepcional y resulta que ni en esto consigo ser pionero. Sabía de la existencia del síndrome postvacacional, esa sensación de desolación que le queda a uno justo al volver al trabajo de unas magníficas vacaciones. Incluso del síndrome vacacional, responsable de la ruptura de muchas parejas por el hecho de pasar demasiado tiempo juntos haciendo cosas no habituales. Pero también existe lo que se denomina estrés prevacacional, un tipo de estrés que cada año afecta un número mayor de personas. Algunos estudios plantean que alrededor de un 30% de los trabajadores llegan a padecer este tipo de síndrome antes de comenzar sus vacaciones.

El síndrome prevacacional tiene su origen en la ansiedad que nos inunda los últimos días de trabajo por esa necesidad aparentemente real de cerrar y finiquitar todos los temas, lo que nos obliga a dedicarle más tiempo al trabajo y sobrecargarnos justo antes de irnos. Ello unido al propio estrés que genera la planificación del tiempo libre, la organización de los viajes y la preocupación por todo lo que pueda ocurrir durante esas ansiadas vacaciones, ya sea bueno o malo.

Lo cierto es que el estrés éste y la ansiedad me tienen bloqueado. No sé por dónde empezar para resolver todo lo que me queda pendiente. Ni sé dónde diablos pasaré el maldito mes de agosto. Pero algo habrá que hacer para cambiar este espíritu y coger el verano con ganas; por lo menos a ver si puede ser que vuelva en septiembre con mejor cuerpo para afrontar con energía el trabajo. Porque los estudiantes serán igual de jóvenes y yo un año más viejo.

Mi psicóloga entiende que el estrés prevacacional surge de la confluencia de una serie de factores como la autoexigencia, la conciencia del riesgo y la falta de organización del tiempo. Ante el conflicto que experimentamos al tomar conciencia de todo lo que nos queda por hacer y lo limitado de nuestro tiempo y nuestra capacidad, me ha lanzado algunas recomendaciones por si me ocurre aceptar y seguir una voz experta: 1) analizar las tareas pendientes y priorizarlas para resolver aquellas que merezca la pena dejar hechas antes de agosto; 2) planificar con antelación y hacer una lista para ir tachando las tareas que vayamos terminando; 3) delegar en otras personas y asegurarnos de dejar en manos de los responsables lo que no resolvamos antes de irnos; 4) mantener la jornada laboral sin alargarla; 5) dejar ordenado el sitio de trabajo; 6) mantener la calma para coger las vacaciones con tranquilidad.

Procuraré hacerle caso y a ver qué pasa. Si me funciona, prometo seguir esas recomendaciones al pie de la letra en el futuro. Siempre me digo que no merece la pena preocuparse tanto por algo que aún no ha llegado. Que es preferible vivir lo que se nos presenta y resolver los problemas con las armas de las que dispongamos y punto. Y cuando llegue la hora de descansar, ponerse a ello con la misma devoción que con el trabajo. Cómo necesito estas vacaciones. Vamos a ello.

* Profesor de la UCO