Los menores en movimiento no acompañados no son, dramáticamente, nada nuevo. En 2017, solo en Europa casi 65.000 menores no acompañados pidieron asilo y Unicef calcula que uno de cada nueve está desaparecido. Desaparecen en manos de mafias de explotación sexual, de venta de órganos, de venta de menores para ser adoptados o para ser explotados laboralmente. Son niños y nadie responde por ellos. Las ONGs llevan desde el inicio de la llamada crisis de refugiados en el Mediterráneo intentando, sin mucho éxito, poner el foco sobre esto. Los menores son catalogados como colectivo vulnerable por razones obvias de indefensión y falta de autonomía. Un menor sin familia identificada difícilmente llamará la atención ni provocará un aluvión mediático, aunque debería. Que miles de ellos tampoco lo consigan, dice muy poco de las sociedades que hemos construido.

Y aquí llega de nuevo el presidente de EEUU para sacudir las conciencias de Occidente aunque sea como repulsa hacia sus políticas e ideales. Esta semana, aparecían vídeos donde familias interceptadas al entrar en suelo estadounidense de forma irregular eran puestas en enormes jaulas humanas y separadas de los menores. Para mayor repugnancia, se oía a miembros de los servicios de extranjería (ICE) burlarse y hacer comentarios totalmente vergonzantes sobre los niños que lloraban. Trump corrió a defender ese proceder argumentando que, si entraban de forma irregular, los menores también eran criminales y podían ser tratados como tal.

Si se conoce el marco internacional en estos asuntos, ya no sorprende la visión de Trump. EEUU, supuesto adalid del mundo moderno, la libertad y el desarrollo, no ratificó la Convención de los Derechos del Niño por lo que no está sujeto a cumplimiento. Tampoco es estado firmante de la Convención del Estatuto del Refugiado de 1951, solo del protocolo de 1967. Así que, técnicamente, EEUU nunca se ha comprometido ni a respetar los derechos de los menores y protegerlos de forma especial ni a acoger a toda persona que huya por algún motivo de los recogidos en el estatuto. Aunque finalmente el presidente ha firmado una orden ejecutiva para cancelar la práctica de separación familiar, el daño hecho es gravísimo. No solo por lo que han sufrido las familias afectadas sino porque no está claro qué va a ocurrir (ni dónde están) con los menores ya separados y no identificados.

La prioridad ahora es que los líderes europeos, entre ellos Pedro Sánchez, hagan público y claro su rechazo a tales prácticas, pero siendo conscientes de la hipocresía que supone no marcar como máxima urgencia humanitaria los menores desaparecidos y no acompañados en Europa. La UE no puede permitirse perder su valor político en materia de derechos humanos y está claramente en ese camino. Ni externalizar la acogida de solicitantes de asilo ni mirar a otro lado ante los menores desamparados. La UE no puede ser el tablero de este genocidio silencioso de una generación entera de niños afganos, sirios, iraquís, congoleños o libios.

* Analista de Agenda Pública