Mientras empiezo a escribir tengo de telón de fondo a Mariano Rajoy, en la radio, en su comparecencia de las dos y pico, defendiéndose como gato panza arriba. Me pregunto qué aspecto tendrá. Al rato, en la tele, ya lo veo bastante sonrosado y terso, con frases cosechadas en el huerto de la sensatez, como si se hubiera hecho una limpieza de cutis tanto física como emocional, en la que los poros atascados por la Gürtel hubieran sido arrastrados y recubiertos de una capa hidratante de «lo mejor para España». Veo también a Pedro Sánchez como un Cristo camino del calvario, en su segunda caída esta vez, intentando cargar sobre sus hombros con la cruz de esta política envenenada, de este país que no sabe lo que le ha pasado para agriarse de esta manera. Veo a los embajadores del Poncio Pilatos de las encuestas, Albert Rivera, explicando que hay que convocar elecciones. Y veo a la portavoz de Podemos, Irene Montero, defendiendo la moción de censura mientras colocan a sus espaldas una enorme foto de su chalet.

Mientras toda esta tragicomedia se desarrolla, mientras escribo estas líneas deprimentes, en muchas casas hay mujeres prendiéndose la flor en la cabeza y recogiendo el mantoncillo, porque se van a la feria. Y niños chillando, y autobuses a rebosar, y la duda de la humedad del albero, pues el tiempo está como la política, imprevisible. Poco se preocuparán de Rajoy, y de Torra, porque el Córdoba CF se la juega mañana. Y yo, que no puedo ir a la feria, me consuelo pensando en el sillón, esta noche, y la novela de Fred Vargas, a la que acaban de hacer Princesa de Asturias aunque sus lectores ya la habíamos hecho reina. En cada caso de Adamsberg habrá asesinatos y perfidias, pero como Vargas no juzga a sus personajes --en eso se parece a Álvaro Cunqueiro-- y los deja libres en historias que siempre aletean de compasión y humor, su lectura es curativa para estos males del siglo, tan rebosante de odio y sinvergüenzas. Que no ganamos para disgustos.