Hace pocas semanas vi de nuevo el documental La Teoría Sueca del Amor. En la película dirigida por Erik Gandini en 2015 se analizan algunas de las consecuencias de las políticas de promoción de la autonomía personal que inició la socialdemocracia capitaneada por Olof Palme en los años 70 y primeros 80. La propuesta se basaba en un principio que todos firmaríamos, nadie tiene que estar con nadie por necesidad, las relaciones personales deben fundarse en las libres elecciones de las personas y no en sus necesidades. Con este objetivo desarrolló Suecia su Estado del Bienestar, con pensiones, subvenciones y otras medidas para que todas las personas pudieran satisfacer sus necesidades, no viéndose obligados a recurrir a familiares o amigos. Así, toda relación se fundaría en nuestra voluntad de mantenerla, no en su necesidad, seríamos libre de compartir nuestra vivienda, nuestro tiempo, nuestra vida.

El documental analiza la Suecia de hoy, después del éxito del programa socialdemócrata. Sin ser una evaluación exhaustiva, el retrato muestra a una sociedad triste, solitaria, en la que las personas se relacionan poco entre sí, la mitad de la población vive sola, y no es infrecuente que los cadáveres de los ancianos permanezcan meses o años en sus casas, sin que nadie los reclame. Los suecos, como todos, se unían para procurarse juntos alimento, casa, cobijo, y cuando esto no fue imprescindible porque el Estado garantizó los recursos muchos de ellos terminaron en la soledad. Hoy sabemos que en ese paquete de servicios que nos damos unos a otros hay algo más que el alimento y el cobijo, y cuando esas relaciones cesan, tener resueltas las necesidades «básicas» no es suficiente. Ahora sabemos que el proyecto de la autonomía personal es imprescindible (para todos, y más que nadie para las mujeres) y a la vez insuficiente, el desmontaje de las dependencias necesita de la construcción de nuevos fundamentos de unas relaciones personales que nos dan la vida, sabemos que no podemos prescindir de los otros, aunque tengamos cama y comida.

Tras finalizar la película recordé una pregunta que me hizo el periodista José María Martín en una entrevista en Radio Córdoba a propósito de las Jornadas ¿Qué hacemos con los patios? Tras reflexionar sobre las dinámicas en la que están envueltos los patios cordobeses me preguntó: ¿pero por qué hay que mantener los patios? La pregunta me pilló por sorpresa y la salvé como pude, pero tras ver el documental sueco comencé a tener una respuesta. Necesitamos los patios para que si un anciano se suicida en su casa su cuerpo no esté dos años colgado de la lámpara del salón sin que nadie lo reclame, necesitamos los patios porque no somos autosuficientes, necesitamos los patios para salvarnos de nuestra propia pestilencia, en definitiva, para no convertirnos en suecos.

Escribió el poeta Javier Egea que la poesía es un «pequeño pueblo en armas contra la soledad», y los patios son una de las armas que nuestra cultura ha fabricado para ganar esa guerra. Tenemos tantos frentes abiertos que no acertamos a ver contra qué y para quién luchamos, porque las batallas se superponen y nos confunden. Los patios son una forma de vida basada en compartir, y los primeros enemigos que tienen son los que quieren que estemos separados, aislados, los que nos intentan convencer de que nos irá mejor a cada uno con su patio, extasiándonos en la belleza que nosotros hayamos propiciado para nuestra propia contemplación. Enemigos son también quienes nos dicen que las cosas están en esas imágenes brillantes y hermosas a cuatro columnas, que las cosas son lo que parecen, que lo importante es que se nos vea. Enemigos son los números, los adjetivos que sobran, la autocomplacencia. Nuestros aliados son la voluntad de compartir, la fiesta, la generosidad, la belleza, la sana ambición de ser distintos. Y sigue la guerra, y sigue la fiesta.

* Sociólogo