Hay en la poeta una fragilidad paradójicamente poderosa. Su mano escribe con firmeza, como quien busca llegar a través del papel hasta las entrañas de la tierra. Cuando pareciera que su cuerpo de abuela niña está a punto de caer desde la terraza, es como si en su espalda de amazona brotaran unas alas. Sepultado al fin el ángel del hogar, la esposa y madre que es capaz de ponerse al mundo por montera. La Diana que se hace dueña del bosque.

Todas esas mujeres habitan y se multiplican en la voz de una poeta que parece haberle ganado mil batallas al dolor. La voz de Juana Castro, esa cordobesa de Los Pedroches empeñada en confundir las ideas con lenguas de fuego que calientan pero que no queman, ha vuelto a ofrecernos un trozo de sí misma como quien comparte pan y peces. Su Antes que el tiempo fuera, reconocido con el XXV Premio de Poesía Ciudad de Córdoba Ricardo Molina, y que acaba de presentar en la Feria del Libro, es otra evidencia más de cómo la madre y la abuela, la que también fuera hija, es capaz de salir de la concha y desplegarse como un pavo real. Inmensa en su pequeñez, apenas una polilla, un insecto alado, un animalillo curioso. A través de Amaltheus, un cefalópodo gigante parecido a un caracol, y que bien podría ser la traducción fósil de un Orlando resistente a los siglos, Juana nos habla de sus temas de siempre y vuelve a partirnos en dos con el bisturí preciso y salvaje de sus versos.

La fragilidad, la vejez, la maternidad, el tiempo perdido, las heridas de la vida, la memoria, el dolor --ay, el dolor--, se nos muestran en los versos de una mujer que nunca ha querido renunciar a cantar -«¿Pero tú no cantas? ¿No cantas hija mía?»-. Una vez más las palabras de la poeta son las de millones de mujeres que se rebelan contra las clausuras y las navajas. Contra el amor concebido como una cacería en la que ellas son las aves de presa. «¿Desde cuándo puede una mujer honesta tener sed?». En sus páginas aparecen los femeninos que nunca se nombran --las náufragas-, las mujeres que rezan a las diosas violetas -«Madre de la Unción y las Eras, sálvala»--, las madres que solo saben amar en las cucharas.

Juana Castro ha vuelto a hacer el milagro, como si brotara del caldero de una matanza prehistórica, de reconciliarnos con la fugacidad de los días, con ese caracol que es losa y refugio, con la inevitable espiral que ella sabe dibujar con la herencia sabia de Lilith. El aliento bíblico de unos versos que parecen escritos para enmendarle la plana a los dioses masculinos e iracundos. Sus metáforas nos llevan a un tiempo circular y horizontal, más una pradera sagrada donde huele al pan de cada día que una colina en la que levantar un castillo. Nada que ver pues con las hazañas verticales, ni con lobos que aúllan, ni con charcos llenos de sangre.

Antes que fuera el tiempo, que bien pudiera ser el libro que habría escrito Virginia Woolf de haber nacido poeta en Los Pedroches, es la evidencia gozosa de cómo es posible regresar ilesa a la vida. O casi. Porque para Juana el círculo nunca se cierra, el río siempre avanza removiendo las piedras del fondo, incluida la que Virginia echó en su bolsillo. Con las rimas como escudo y el cascarón siempre cómplice para refugiarse de los depredadores. Leer a Juana, escucharla a través de sus versos, que es como escuchar a todas esas mujeres con ajuar pero sin voz, es también una manera de salvarse. Todas y todos caracoles perdidos, miedosos del tiempo, en busca del hilo que nos acurruque en el útero. Principio y fin. Esperando la mano de la madre.

* Catedrático de Derecho Constitucional de la Universidad de Córdoba